“Volver a entrar es una sensación un poco rara”, sonríe Jorge Moro. Tanto él como Aiara Iturrioz y Celia Dávila pasaron unos cuantos años formándose entre las paredes del Conservatorio de Danza José Uruñuela. “Han cambiado muchas cosas y al mismo tiempo nada. Hay algo de nostalgia, pero también me hace mucha ilusión ver que cada vez hay más gente estudiando en el centro y que cada vez se le da más visibilidad e importancia a lo que aquí sucede”.
Ilusión. Es la palabra que los tres más repiten cuando se les pregunta por la posibilidad de actuar en su ciudad, sobre todo por el hecho de poder estar delante de quienes les son más cercanos, de familiares y amigos. Pero al mismo tiempo, son conscientes de que es imposible que eso se dé con sus respectivas compañías. La falta de un escenario en condiciones en Gasteiz lo impide.
“La Compañía Nacional se mueve mucho por España y va Albacete y a Jaén, por ejemplo. ¿Por qué no a Vitoria? Porque no hay un escenario para ello. Si hubiera un teatro más grande y con más posibilidades, se llegaría”, apunta Dávila, quien remarca que “en el País Vasco hay mucho talento y muchos bailarines, pero todos están fuera”.
Ella pudo volver el pasado septiembre gracias a una colaboración especial con la Banda Municipal de Música de Gasteiz, en la que contó con la presencia del bailarín madrileño Daniel Lozano, compañero suyo en la Compañía Nacional de Danza. Ayer ambos volvieron a compartir escenario. Iturrioz también contó en la cita del Félix Petite con un colega del Stuttgart Ballet, el brasileño Moacir Oliveira. “También hemos aprovechado a hacer un poco de turismo”, sonríen.
Un trabajo intenso
Aunque estos días en su tierra natal están siendo algo distintos, dentro de nada tocará volver a la rutina, a jornadas laborales que suelen empezar hacia las nueve y media de la mañana con los primeros estiramientos y calentamientos. A pesar de que entre los tres casos hay algunas variaciones, llegan después las clases y los ensayos, también por la tarde, teniendo entre media y una hora para comer. Eso, claro está, si no es día de función, ya que esto trastoca las agendas. O mejor dicho, las alarga.
“Hay momentos en los que estás haciendo algo que te gusta un montón, aunque físicamente pueda ser una paliza. Y en otras ocasiones, no bailas tanto o te llega una pieza que no te gusta tanto. Eso igual mentalmente te come un poco si el proceso no ha sido gratificante”, explica Moro. Es lo que toca y todo hay que afrontarlo, como el covid-19 que todo lo paró en el arranque de 2020.
LK Danza, mucho más que baile en Vitoria
“Ha costado bastante recuperar la normalidad de las agendas, han sido un par de años bastante complicados”, apunta Iturrioz. Es más, añade Moro, “las compañías están intentando hacer más actuaciones para conseguir reparar las pérdidas. Yo, por ejemplo, siento que mi horario está mucho más ocupado que antes de la pandemia”.
La exigencia y el esfuerzo están ahí. También el disfrute, eso sí. “Viajar por el mundo te da la posibilidad de conocer diferentes culturas y aprender mucho”, destaca Iturrioz, quien reconoce que “me lo paso mejor ensayando que incluso actuando... soy rara, supongo”. De hecho, Dávila sostiene todo lo contrario. “Siempre me ha gustado mucho estar sobre el escenario”, así como salir de gira. Con la Compañía Nacional de Danza está a punto de comenzar un tour por América que va a durar cinco semanas. “Está genial poder conocer a tanta gente, cada uno con su mochila. Pasamos mucho tiempo juntos y haces muchas amistades”.
Al fin y al cabo, como describe Moro, “trabajas muchas horas junto a otras personas y al ser una labor tan física y de contacto, se termina creando una pequeña familia”. Una con la que estar todos los días. “El despertarme cada jornada e ir caminando al teatro para hacer mi trabajo, a mí me da mucho”.
A muchos kilómetros
Él vive en Wiesbaden, una ciudad “un poco más grande que Vitoria”. Es un lugar “muy bien conectado, muy cerca de Frankfurt”. Sin salir de Alemania, Iturrioz lleva ya 14 años en Stuttgart, una urbe “muy tranquila y cómoda”. Eso sí, los dos coinciden sin problemas al señalar que pasar allí los inviernos se les hace duro.
“No sale el sol, anochece muy pronto y no existe esa costumbre de, después de trabajar, quedar para tomar algo”. El camino es de casa al trabajo y vuelta. “Eso cambia en verano, hay más vida”, aclara Iturrioz. “Pero el invierno se termina haciendo muy largo”, remarca Moro. Madrid queda algo más cerca, por supuesto, pero cuando Dávila vuelve a la capital alavesa, la reacción en casa es igual que en los otros dos casos.
Lo primero suele ser un fuerte abrazo. “Según van pasando los días ya empezamos a discutir. Pero al principio...”, ríe. Además, la tecnología ayuda a que esta separación de las familias no sea tan dura. “Ahora con los whatsapp, las vídeollamadas y demás no te sientes tan lejos”. Con todo, aunque los tres tienen sólidas y destacadas carreras, reconocen que a padres y madres a veces les preocupa más qué pasará después, cuál es el plan B, qué llegará cuando dejen de bailar.
Los primeros pasos
Estar entre las paredes del Uruñuela les lleva a una época no tan lejana en la que hacían malabares con las horas del día para atender a la educación reglada y al conservatorio. Dávila, incluso, llegó a compatibilizar todo con sus estudios musicales en el Jesús Guridi. “Me acuerdo de salir de Lenguaje Musical, mi madre coger el coche, traerme aquí, cambiarme, hacer los deberes y entrar a clase de ballet. Desde pequeños estamos acostumbrados a eso. No recuerdo otra infancia. Era lo normal. Si de verdad tienes ganas y te gusta, lo haces sin pensar en ello”.
En este sentido, Moro dice que “no envidiaba en nada a mis compañeros de instituto que tenían un montón de tiempo para hacer sus cosas. Yo estaba muy contento con lo que hacía, aunque me costara la vida, que me costaba”. La cuestión estaba, como recuerda Iturrioz, en maximizar todo el tiempo disponible. “Si tenía una hora para estudiar, no desperdiciaba un segundo”.
“¿Por qué tiene que haber un chico que no hace ballet por miedo a que le insulten?”
Prefieren, de todas formas, no dar muchos consejos. Como dice Moro, cada persona es diferente. “La cuestión es que sigan haciendo lo que les gusta”. También aquellos chicos que, por decir que están estudiando ballet, sufren acoso. “Lo que tiene que entender todo el mundo es que el problema lo tiene el resto, no los chicos que quieren hacer danza y por eso les insultan. Este país es un poco especial en ese sentido. Cuando he salido fuera es muy normal que en los centros de formación haya el mismo número de alumnos que de alumnas. Está mucho más normalizado en otros países de Europa”.
“Sé que a esas edades es complicado decir que te da igual lo que dice la gente. Pero a esos chicos les diría que sigan haciendo lo que les gusta, que luchen por ello. Su felicidad depende ellos”, al tiempo que subraya la importancia que tiene el apoyo de la familia y de las personas cercanas.