Led Silhouette Compañía de Danza
Programa: Halley.
Dirección y coreografía: Jon López y Martxel Rodríguez.
Bailan: Arana, Burguete, Fullana, Lliteras, Marticano,Martínez, Ramírez, Pazo. Música: Pérez Fayos, Livory Barbez.
Escenografía: D. Pascual.
Iluminación: Mendizábal.
Vestuario: Iñaki Cobos.
Lugar y fecha: Teatro Gayarre. 12 de abril de 2024.
Incidencias: Lleno el patio de butacas (15 euros).
Son ocho personas atrapadas en un espacio cerrado, agobiante y vigilado; que emite una serie de señales electroacústicas que condicionan sus movimientos, encaminados, sobre todo, a tratar de buscar la salida de esos muros que, de forma tan interactiva, les zarandea de un lado a otro. Ese espacio, la luz y el sonido son tan protagonistas como el movimiento de los propios bailarines. Y de la congoja de buscar la salida de emergencia, participamos todos los espectadores. Porque durante la hora que dura la representación, no se oye un suspiro entre el público. Todos pendientes de la próxima descarga. Nunca hemos visto reaccionar a los sonidos con tanta precisión y disciplina. Nunca hubiéramos pensado que se podían bailar tanto y tan bien los ruidos mecánicos y fabriles, los tic-tac tan chantajistas, los fulgurantes haces de luz, los inquietantes y extraños sonidos que se nos imponen como premonición de acontecimientos desconocidos. Cierta rítmica de bajo continuo domestica algo lo que suena, y así el cuerpo de baile se luce en danza potentísima de simetría; pero en todo momento, lo que puede es la sorpresa, la irrupción de otra incógnita sonora, a la que siempre se reacciona con coreografías originales, ricas y de estupenda ejecución. Porque es un espectáculo muy bailado. Y con una danza coral, de conjunto, bien trabada, donde poco se deja a la improvisación individual. Solo al final, se le permite al individuo liberarse y correr al exterior; con medido entusiasmo y sin alargar demasiado el desenlace, afortunadamente.
Aun estando encerrados –todos–, indudablemente disfrutamos de hallazgos visuales, como la sensación de flotar en espacio ingrávido, con la que comienza el espectáculo, para poner más intriga, si cabe, a la localización del lugar: cárcel, fábrica o nave de la Nasa, porque los bailarines también son zarandeados –y lo hacen muy bien– como si estuvieran en un barco. Todo ordenado por la música, (Mauricio Pérez, Livory Barbez). Y, aunque no lo parezca a ratos, es música porque los sonidos están tan bien cronometrados y organizados, que mandan a los bailarines. Como en los buenos ballets clásicos, aquí se baila lo que suena, por muy duro que sea, echando mano (y pies) de la danza urbana, de retazos robóticos, de rodillos en el suelo. En cualquier caso, por los comentarios al salir, lo que más llamó la atención, y la verdad hay que recalcarlo, fueron las reacciones a las repentinas descargas electroacústicas: un maravilloso sin vivir para el público.
La producción funciona como un reloj. Todo es coherente, está en la misma tonalidad rojiza, azulada oscura, con destellos de blancura –pocos– y haces de luz que al final muestran la salida. El vestuario de Iñaki Cobos –unos buzos uniformes e impersonales– igualan lo masculino y lo femenino, y se identifican con el carácter grupal de la función. Resalta el elemento voluminoso y extraño que nunca sabemos si oprime o libera. Lo que sí que está claro es que si queremos salir de las situaciones más comprometidas lo hemos de hacer desde la unión y la colectividad. La gran belleza –una belleza incluso salida del miedo– de la propuesta es la respiración al unísono de este grupo humano que nos conmueve en su desesperación. Jon López y Martxel Rodríguez nos llegan al alma. De esos espectáculos que se comentan repetidamente y no se olvidan.