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Hemen zaude: Hasiera Hemeroteka «Prefiero hacer reír y llorar al público que girar diez piruetas»

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«Prefiero hacer reír y llorar al público que girar diez piruetas»

Alicia Amatriain - Primera bailarina del Stuttgart Ballet

Soy muy normalita y con los pies en el suelo, como tiene que ser». Así se nos presenta Alicia Amatriain (Donostia, 37 años), primera bailarina de la compañía del Stuttgart Ballet (Alemania) y una de las mejores bailarinas del mundo, como lo corrobora el premio Benois al conjunto de su carrera que recibió en 2016 en el Teatro Bolshoi de Moscú, una distinción –una de las más prestigiosas del mundo de la danza, la llaman “El Oscar del ballet”– que también han recibido, por dar algunos nombres, Alicia Alonso, William Forsythe, Mikhail Baryshnikov, Maurice Bejart, Trisha Brown o Lucía Lacarra. Dice mucho de una mujer que pasa gran parte de su tiempo encaramada sobre unas puntas, subida sobre esa especie de atalaya que son los escenarios, el hecho de que enfatice la necesidad de mantener los pies sobre la tierra, de estar apegada a la vida real y tocar suelo, sin perder sus raíces.
Egilea
Amaia Ereñaga
Komunikabidea
Naiz
Mota
Elkarrizketa
Data
2017/12/10
Lotura
Naiz

Eso no le ha impedido volar, tanto en el sentido metafórico –desde que, con 14 años, salió hacia la escuela del Stuttgart Ballet con un fuerte sacrificio para su familia, lleva veinte años de trabajo duro, reconocimientos y premios– como en el virtual. Aunque más que volar, lo que Alicia Amatriain hace sobre el escenario es otra cosa, más sutil, con esa forma de bailar, interpretar y reinventarse, en donde todo parece tan, pero tan sencillo… pero, de eso nada, evidentemente.

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Para llegar a ser una primera bailarina, para ser «alguien» en esto de la danza, ¿qué hace falta? ¿Técnica...?

Hay que amarlo. Lo más importante es amarlo. La técnica, evidentemente, tiene que estar ahí: por eso vamos a la escuela durante tantísimos años, y trabajamos y hacemos todos los días los mismos tendus y los mismos los pliés... La técnica es algo que tiene que estar ahí. Naturalmente hay días en los que no sale y otros que sí, porque no somos máquinas, pero si no se ama es que no hay nada que hacer. Yo, personalmente, prefiero hacer reír y llorar al público que girar diez piruetas. Cada bailarín tiene su manera de pensar y lo acepto y lo respeto, pero, para mí, siempre lo más importante ha sido la calidad, la limpieza, la elegancia y el corazón. En cuanto a la técnica… los 32 fouettés (giros) del “El lago de los cisnes” son así y hay que hacerlos. Ahora, ¿que hay quien quiere hacer cuatriples y cincuentamil piruetas? A mí me encanta mirarlo, de verdad, me quedo impresionada de lo que hace la gente, pero yo personalmente no soy una bailarina de esas. En un “El Quijote” te haré mis 32 fouettés con dobles con abanico, pero me los trabajaré de alguna manera y no te haré un circo, porque yo no soy así.

A principios del mes pasado, Alicia Amatriain hizo un viaje relámpago a una otoñal Donostia. La maleta de color rosa que utiliza para sus giras incluía un regalo –la gala de danza “Donostia bihotzean”, que puso al Teatro Victoria Eugenia de pie dos noches–, un resarcimiento –por no haber contado con ella en las celebraciones de la capitalidad cultural en 2016– y un planning maratoniano y muy intenso, en todos los aspectos, también el emocional. En esta entrevista, que es más bien una crónica, van algunas pinceladas del viaje de Alicia a su, usando el símil del personaje de Lewis Carroll, lluvioso país de las maravillas. Un regreso que podría repetirse el 20 de enero próximo, ya que esta creativa, instintiva y vigorosa mujer es una de las cinco personalidades que optan al Tambor de Oro de 2018, junto con la artista y performer Esther Ferrer, la escritora Dolores Redondo, la piragüista Maialen Chourraut y el nadador Richard Oribe. La votación, que será popular y online, se abre mañana y permanecerá abierta hasta el 17 de diciembre.

Salón de plenos del Ayuntamiento de Donostia, jueves 9 de noviembre, 11:00. Vestida de gala, la banda municipal de txistularis, con José Ignacio Ansorena al frente, espera en la escalinata. Alfombra roja, zapatillas de ballet desparramadas a ambos lados y, dentro del barroco salón de plenos, tutús, txapelas y gerrikos, niños y niñas desperdigados por aquí y para allá, y el premio Benois (diseñado por Igor Ustinov, hijo del actor Peter Ustinov) presidiendo a esta abigarrada mezcla de autoridades, amigos y familia. Por la puerta, del brazo del alcalde, Eneko Goia, entra Alicia Amatriain. Con un aire como a muñeca antigua y un ramo de flores en las manos, parece la novia. Pero es una percepción errónea, porque lo que estamos viendo es cómo le están dando la bienvenida a su ciudad las autoridades y la gente de la danza. Emoción, selfies y fuera empieza a caer el chaparrón con fuerza.

¿Pero quién es Alicia Amatriain? Nacida en Donostia en 1980, Alicia era una alumna de la ikastola Ikasbide de Amara a la que su madre podía haber apuntado a judo o gimnasia rítmica, a cualquier actividad extraescolar que se nos ocurra… pero quisieron los hados que eligiera el antiguo Conservatorio de Donostia donde enseñaban Peter Brown y Águeda Sarasua, dos nombres claves en el desarrollo del ballet en Gipuzkoa. A los 14 años, y sin que ni ella ni su familia pensaran que iba a ser algo definitivo, Alicia optó por la danza, lo que suponía marcharse a la escuela del Stuttgart Ballet, una de las grandes compañías europeas. Se iba a ir bien lejos de casa y sin que supiera ni una palabra de alemán. Pero Alicia no volvió. De la escuela pasó luego a la compañía –en 2018 cumple dos décadas como profesional de la danza– y poco después, jovencísima, se convirtió en primera bailarina al sustituir a otra compañera. Lo hizo, además, con un personaje emblemático como es la Tatiana del “Onegin”. Basado en la novela “Eugene Onegin” de Alexander Pushkin con música de Tchaikovsky, “Onegin” es un ballet creado en 1965 por el sudafricano John Cranko y, como buen título icónico, forma parte del repertorio de la compañía alemana. Citar a Cranko es, de alguna manera, hablar del Stuttgart Ballet, porque a las órdenes del revolucionario coreógrafo sudafricano la compañía se colocó entre las mejores del mundo.

Cuando se «enfrentó» a su primera Tatiana estaba atrás, en el cuerpo de baile. ¿Cómo fue?

La que iba a bailarlo, una de las primeras bailarinas, se quedó embarazada y el director me llamó a su despacho y me dijo (mira fijamente): ‘Alicia: Tatiana’. Porque yo, en realidad, tenía que hacer Olga (la hermana de la protagonista). ‘Olga síguetelo aprendiendo, pero creo que hay la posibilidad de que lo hagas’, continuó. Me aprendí los dos personajes, aunque Olga nunca lo llevé al escenario. Y aquella fue la primera piedra que me facilitó llegar a donde estoy.

Le he leído alguna vez que aquello tuvo que ver con la suerte y que es importante tenerla a favor.

Birgit Keil (antigua primera ballerina del Stuttgart Ballet) siempre lo ha dicho: ‘Es importante estar en el momento exacto, en el sitio exacto’. De todas formas, sí creo que no tiene que ver tanto con la suerte, sino que hay un camino que está hecho y, naturalmente, tus decisiones son las que te van a llevar por ese camino. Y te salgas de él o no, siempre llegarás al lugar donde tienes que llegar, de una manera o de otra.

Pero lo importante no solo es llegar, sino mantenerse. Y usted lleva quince años en primera línea. ¿Cómo se hace?

También es seguir teniendo el corazón y la cabeza en ello. El cuerpo, en cierto momento, te puede decir: ‘Se acabó’ y ya está, pero yo creo que, de todas formas, lo más importante es el corazón y la mente, el que de verdad quieras hacerlo. Si no estás dispuesto a hacerlo, no lo hagas.

¿Y qué diferencias hay entre aquella Tatiana de entonces y la de hoy en día?

Para mí, son la noche y el día. La primera vez que yo bailé a Tatiana era una niña, creo que tendría unos 22 añitos y muy poca experiencia de vida. Soy una mujer que tiene instintos y sabe reaccionar, y lo que me planteo (al interpretar a un personaje) es saber cómo reaccionaría yo en esa situación. Tal vez por eso funcionó con la edad que yo tenía entonces, pero la Tatiana de ahora es una mujer con los pies en los suelo, tiene mucha más experiencia en la vida. Me he llevado unos golpes bien buenos en estos quince años, pero no me quitaría ninguno de ellos porque de cada uno me he levantado con más fuerza.

Aquella Tatiana romántica e inocente, protagonista de una historia de amor no correspondido por el cínico aristócrata Eugene Onegin –por suerte, las tornas cambian al final de la historia, aunque sin buenos resultados para ninguno de los dos– supuso un antes y un después en la carrera de Alicia Amatriain, porque desde entonces se ha mantenido en primera línea de la danza internacional. Como Marguerite (“La dama de las camelias”), Blanche Dubois (“Un tranvía llamado deseo”) o Kitri (“Don Quijote”) su nombre está unido a la cabeza del repertorio del Stuttgart Ballet durante los últimos quince años, actividad que ha combinado con galas y colaboraciones con otras compañías, como el English National Ballet, el Ballet Bolshoi, el Ballet de la Ópera de París o el Ballet Nacional de Cuba, por citar algunos, mientras que coreógrafos reconocidos han creado personajes para ella, como Wayne McGregor, Itzik Galili o Demis Volpi. Con “The Soldier’s Tale” de este último ganó el premio alemán Faust en 2015. Porque esta bailarina ha recibido reconocimientos de todas clases, como el título Kammertänzerein, también en 2015, y que es el más prestigioso en danza en Alemania.

Teatro Victoria Eugenia, viernes 10 de noviembre, 20:00. Aforo completo en el teatro, el primero a cuyo escenario se subió precisamente de niña, y va a comenzar una gala, titulada “Donostia bihotzean”. Es de esas que son un puro disfrute. Y lo decimos totalmente en serio: no es habitual que una estrella baile seis piezas –es agotador; suelen bailar tres o cuatro–, ni poder ver sobre el escenario a tantos bailarines principales de compañías como la del Teatro Mariinsky de San Petersburgo o del Het Nationale Ballet de Ámsterdam, con propuestas tan versátiles en estilo. Pero es que, para su regreso a su ciudad, Alicia Amatriain se rodeó de los mejores partenaires que ha tenido a lo largo de su carrera, entre los que no podía faltar otra estrella como es Friedemann Vogel, bailarín principal del Stuttgart Ballet y con quien comparte tantos años de carrera. Como cierre, el estreno de “Egurra”, una coreografía de Fabio d’Adorosio –bailarín de su compañía y también coreógrafo, muy en línea con la tradición del Stuttgart Ballet–, con únicamente la txalaparta en el escenario, tocada por Juan Mari Beltrán y Aitor Beltrán, y los pasos de un aurresku «revisitado» por ella.

Ha sido todo un regalo a la ciudad, ¿tal vez para resarcirse de que no la llamaran el año pasado con motivo de la capitalidad?

En realidad, yo quería que Donostia supiera que está conmigo. Yo no siento ningún resentimiento ni por el Tambor de Oro, ni por Donostia 2016, ni porque haya tardado ocho años en volver a bailar en casa, ni porque no pueda venir las veces que quisiera o me gustaría venir. Solo quería decirle a Donostia que la quiero y que está conmigo, que no tengo ningún resentimiento y que la llevo en el corazón.

Sala de danza del Teatro Victoria Eugenia, sábado 11, 9:30. Pese a que la víspera terminó de madrugada, Alicia Amatriain está preparada para impartir una master class. Dos horas de clase, un parón para comer, ensayos por la tarde para el espectáculo de la noche y vuelta a empezar el domingo, con más clases. El lunes vuelve a Stuttgart, porque hay actuación. Agotador, sin duda. «Igual es la forma de ver la vida, los amigos que tengo, el apoyo de la gente a mi alrededor que me da mucha energía positiva», responde.

Trabajo, trabajo. ¿Es así un día normal en su vida?

Normalmente, la clase empieza a las 10:30, aunque yo tengo la rutina de llegar una hora antes al teatro. Ensayamos de 10:30 a 18:30, como si fuera un horario de oficina, con una hora de pausa al mediodía, la cual yo la suelo aprovechar a menudo para trabajar cosas de fuera, porque es el único momento en el que puedo ensayar coreografías que pueda hacer fuera.

Alguna vez ha dicho que su compañía es su segunda familia. Rompe con la idea que tenemos del ballet como un mundo lleno de envidias y rivalidades, como se retrata en películas y series. Ahí tiene “El cisne negro” (Darren Aronofsky, 2010).

Para nada. Las rivalidades existen hasta en las cafeterías, entre camareros. Yo no sé cómo sería en los años 40, 50 o 60, pero ahora, por lo menos en el Stuttgart, no es así. Yo creo que se debe a cómo son los que están arriba en la pirámide de la compañía y a los primeros bailarines. Si estos se quedan en el suelo, son gente humilde, ayudan a la gente, entonces se crea buen ambiente. Siempre lo he dicho, desde que me subieron a principal: que el cuerpo de baile supiese que yo seguía siendo exactamente la misma persona. Y me costó, al principio fue difícil, pero lo entendieron y yo quiero a cada uno de ellos, les ayudo y ellos me ayudan, acepto correcciones del cuerpo de baile porque son mejor cuarenta ojos que dos.

Las niñas que asisten a la master class, ninguna mayor de los quince años, tienen ese aire entre emocionado y avergonzado tan de la adolescencia. La diva, en este caso, es una antidiva –«esa palabra no la conozco»– y se pone manos a la obra sin remilgos. Corrige posturas –«¡esos brazos arriba, que parecen lechugas!»–, exorciza tonterías –«yo cuando era pequeña tenía mucha vergüenza, pero me he dado cuenta tarde y por eso quiero que las niñas aprendan. La vergüenza hay que dejarla fuera, no te sirve para nada»–, les “acusa” de no seguir al piano –«si os pongo Beyoncé igual si la escucháis»– y da consejos que no sirven solo para la danza: «Cuando vas a la ikastola, no copias a la de al lado, ¿verdad? Pues aquí, lo mismo. Este es un trabajo de cabeza. Si alguna vez os dedicáis profesionalmente al baile y estáis detrás, con el cuerpo de baile, puede que el coreógrafo os pregunte: ‘¿Te lo sabes?’. Si es así, entras directa. Un coreógrafo no va a esperar una semana a que os sepáis los pasos».

Este año es el cincuenta aniversario del estreno de “Onegin”, y el que viene cumple usted quince años de primera bailarina y veinte como profesional con el Stuttgart Ballet. A sus 37 años, ¿ha llegado a un punto de inflexión en su vida?

Para mí es impresionante, porque, primero, yo nunca pensé que iba a ser primera bailarina. Tampoco nunca habría pensado que pudiera llegar a cumplir los quince años como primera bailarina, porque se suele llegar bastante más tarde a ese lugar. Además, con todo el trote que he llevado y todos los golpes que me he dado y con la gran lesión que tuve hace diez años... ¡también acabo de cumplir el aniversario de la lesión! Fue una lesión que me abrió los ojos y me dijo: ‘Niña, vivimos día a día’. Se me salió el hombro en el primer acto de “Onegin”, y me lo cargué por completo.

¿Terminó la función?

No, el primer acto lo acabé sin brazo, porque no quería que nadie sufriese una lesión por mi culpa. Para mí fue muy importante decirme a mí misma: ‘Alicia, el segundo acto lo haces como puedas’. El hombro estaba otra vez dentro, pero no lo podía mover y lo terminé no sé cómo. Estuve medio año fuera, pero el problema fue que hubo un momento que no parecía que podría mover el brazo. Entonces la cabeza te cambia el chip y para mí ha sido un momento muy importante porque tuve que empezar desde cero: tuve que volver a aprender a coger una barra, a mover el brazo. Para mí, ha sido un cambio de vida completo. Ahora voy de día en día y disfruto cada momento, porque reflexiono: ‘Igual es mi último momento en el escenario’. Nunca se sabe.

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