UN PAMPLONÉS "DE LIBRO" Rosaura Trinidad y su hijo Patxi Abadía Trinidad llegan a la cita puntuales y con muchísimas ganas de hablar del que fue, respectivamente, su padre y abuelo. Gracias a ello, la conversación transcurre fácil y fluida, y los datos y las anécdotas se suceden con rapidez. Así nos enteramos de que Pedro nació en 1890 en Pamplona, en el seno de una familia muy arraigada en la ciudad, y conocemos también que ya su padre había formado parte de la comparsa, bailando a Toko-toko, el rey americano. Sabemos igualmente que Pedro tuvo al menos un hermano, de profesión zapatero y tendencias izquierdistas, que en los bares y como grito de guerra solía exclamar “¡muera Franco y viva la República!”, especialmente cuando se había tomado ya varios txikitos. Este hermano desapareció en plena postguerra, un día en que viajó a Donosti cuando el mismísimo Franco se encontraba allí. La familia no sabe bien qué pasó, pero sospecha que se metería en algún lío con la policía secreta, y tienen el “pálpito” de que fue arrojado al mar. Lo cierto es que su cuerpo no apareció nunca.

Foto inédita de Pedro, en su menos conocida faceta de dantzari. Foto: Archivo familiar

Foto inédita de Pedro, en su menos conocida faceta de dantzari. Foto: Archivo familiar Archivo familiar

Volviendo a nuestro protagonista, el joven Pedro Trinidad era listo y atrevido, y al parecer se libró de la “mili” haciéndose el sordo. Según nos cuenta Rosaura, los militares tiraban monedas a sus espaldas para tentarle con el tintineo pero, afortunadamente, no llegó a caer en la trampa. Adoraba Pamplona y todo lo que tuviera que ver con ella. Le gustaba la pelota, fue dantzari, cantó en el Orfeón, y entró en la comparsa de gigantes y cabezudos a los 17 años, de la mano de su padre. Pedro comenzaría también bailando a Toko-toko, aunque con el tiempo su figura se vería indisolublemente unida a la reina europea, Joshepamunda, como pronto veremos. Por otro lado, su profesión de ebanista municipal le llevó enseguida a responsabilizarse de los arreglos y el mantenimiento de gigantes y cabezudos, convirtiéndose, de facto, en el alma mater de la comparsa. En uno de aquellos intensísimos Sanfermines conoció a un adinerado matrimonio yanqui, ante los que hizo de Cicerone y a quienes abrumó con sus atenciones. Entre botas de vino, zortzikos y ajoarriero, los americanos se encapricharon del joven Trinidad hasta tal punto, que le ofrecieron marchar con ellos a Estados Unidos, con la promesa de nombrarle heredero. Pedro les contestó, muy amablemente, que ni por todo el oro del mundo dejaría “su” Pamplona.

Un panorama familiar cargado de penas

Pedro Trinidad casó con Juliana Hierro, pero la buena mujer falleció pronto, en 1940, dejándole solo al frente de sus 4 hijos: Raquel de 13 años, Maribel de 10, Rosaura de 7 y el pequeño Pedro de tan solo 4 años. Algunos allegados le hicieron ver la imposibilidad de compatibilizar su trabajo como ebanista y el cuidado de criaturas tan pequeñas, y hubo de tomar una terrible decisión: las dos hijas mayores quedaron al cuidado del padre, asistido por una tía, dueña de una pollería en el mercado de Santo Domingo, pero los dos pequeños tuvieron que ingresar en la Misericordia. Rosaura recuerda que fueron años muy duros, en los que no faltó incluso el maltrato de un celador cruel, capaz de abofetear al pequeño Pedro por mirar y sonreír a su hermana en uno de los escasos momentos en que ambos hermanos se veían. Y recuerda con emoción los contadísimos encuentros con su padre en aquel tiempo, como una vez en la que llevaron a las niñas a ver bailar a la comparsa, o aquella ocasión en la que el hábil ebanista construyó un gigante a escala para que su hijo pequeño jugara a portarlo.

La azarosa vida de un héroe sencillo y auténtico

La azarosa vida de un héroe sencillo y auténtico

Trinidad, el héroe

A Pedro Trinidad le gustaba pasear por la orilla del Arga, era muy buen nadador, y poseía además una barca con la que solía salir a pescar. Fue así, entre paseos y jornadas de pesca, como a lo largo de su vida llegó a salvar a seis personas de morir ahogadas, la primera de ellas cuando tan solo contaba 15 años. La única pena, la de un hombre que murió en sus brazos en 1908, después de haber conseguido sacarlo hasta la orilla. Su última actuación heroica fue en 1932, y le pilló algo mayor, y en plena digestión además. Según rezan los periódicos de la época reclamó la presencia de otro joven que se encontraba allí, pero este se alejó aduciendo que no sabía nadar. La familia concreta más, y asegura que aquel individuo era en realidad un carabinero, cosa que la prensa de entonces edulcoró convenientemente. No obstante, y ante la gravedad del momento, Pedro se arrojó una vez más al agua y consiguió sacar a Ángel Janariz, cuando este se encontraba ya desvanecido. Exhausto, aterido de frío y con una pierna gravemente herida, Trinidad tuvo el coraje de llevar al hombre hasta su casa, en la calle Descalzos. A resultas del agotamiento Pedro quedó inconsciente durante horas, e incluso llegaron a administrarle los últimos sacramentos, temiendo lo peor. Trinidad felizmente se recuperó, y como no hay mal que por bien no venga, en esta ocasión las instituciones repararon, por fin, en aquel formidable y heroico nadador. El gobierno del Estado le otorgó la Cruz de la Beneficencia, y el Ayuntamiento de su ciudad le concedió el privilegio vitalicio de ser portador de Joshepamunda, la reina europea a la que, en adelante, se vería siempre unido. Las fotos de aquella época retratan a un Pedro Trinidad ufano y sonriente en los homenajes, pero no cuentan que aquella pierna ya nunca sanó del todo, y que tras un período prolongado de baja tuvo que vender su ebanistería, acrecentando las penurias familiares.

El final

Pedro murió de forma prematura a los 57 años. Conservó su pasión por Pamplona hasta el último momento, y ya en su lecho de muerte encomendó a sus amigos que conservaran a la reina europea “siempre bien guapa y arreglada”. Una pamplonesa nonagenaria me contó, hace ya algunos años, que cuando el viático de moribundos se desplazó hasta su domicilio en la calle Mañueta, Pedro tuvo el coraje de levantarse de la cama para ver quién asistía al evento, y quién no. Finalmente falleció el 31 de enero de 1947, cuando faltaban muy pocos meses para que hubiera podido cumplir su mayor ilusión, que era sacar a su última hija de la Misericordia y llevársela a casa a vivir con él. Los pequeños, de entre 11 y 20 años, quedaron al cuidado de familiares, y recibieron del Ayuntamiento una exigua pensión de 3.000 pesetas.

Vamos ya terminando nuestro café, y los ojos de Rosaura se nublan por la pena cuando nos cuenta una última anécdota, la más triste de todas, procedente de los Sanfermines de 1947, los primeros sin su padre. Marchaba junto a su hermana por la calle Zapatería, camino de la pollería de su tía, cuando vieron venir a la comparsa. Y entre la multitud y con la música de siempre, vieron llegar bailando a Joshepamunda, la reina europea, llevando en su brazo una especie de mantilla negra, en muestra de luto, recuerdo y gratitud. Y las dos hermanicas se metieron en un portal y allí, solas y abrazadas, descargaron un torrente de lágrimas por su padre, por su madre y por toda una familia quebrada por la mala suerte.

Décadas después de su muerte, la figura de Pedro Trinidad no ha caído en el olvido en su ciudad. Cada año, por San Fermín, la Comparsa de Gigantes y Cabezudos le dedica un baile en la plaza de San José, a la que no falta Rosaura, la última hija viva de Pedro. Nos dice que hoy en día la reina europea es portada por “un chico joven muy simpático y muy cariñoso”. Y que el portador cuenta que hay personas mayores que dicen que cuando ven bailar a Joshepamunda les parece que fuera el mismísimo Pedro Trinidad quien estuviera debajo, puesto que sus estilos son muy parecidos. Y que cuando escucha eso, para el miembro de la comparsa es como si le dedicaran el mayor de los piropos...