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Muere Alicia Alonso, última diva del ballet clásico, a los 98 años
La bailarina Alicia Alonso, última gran diva del ballet, murió ayer en un hospital de La Habana en el que había ingresado horas antes por una bajada de tensión arterial de la que no pudo recuperarse. En diciembre habría cumplido 99 años.
Era historia viva del ballet del siglo XX, honor que compartía, naturalmente, con la moscovita Maya Plisetskaia (1925-2015): dos carreras paralelas y algo encontradizas. Ambas pisaron tozudamente los escenarios de todo el mundo. Y ambas se empeñaron en bailar lo que pudieron durante el XXI, en un extraordinario camino que fue desde el esplendor de los años cuarenta a la extraña época de crisis de la danza contemporánea.
Su verdadero nombre era Alicia Ernestina de la Caridad Martínez del Hoyo, y nació el 21 de diciembre de 1920 en el cuartel de Columbia de La Habana, donde su padre ejercía de oficial de intendencia y caballería. Alicia, a quien llamaban en la intimidad Hunguita o Hunga (por ser muy morena de pelo y de ojos negros, parecía una “pequeña húngara”), viajó con su hermana mayor a España, donde aprendió a tocar las castañuelas y los rudimentos de las danzas locales en temporadas que pasó en Cádiz y Jerez de la Frontera.
A los nueve años ingresó en la clase habanera del maestro ruso Nikolai Yavorski, dentro de la Sociedad Cultural Pro-Arte Musical. Allí hizo su primera aparición escénica poco después en el vals del Cascanueces. Viajó a Nueva York por primera vez en 1937, donde se casó con Fernando Alonso, a quien había conocido en la clase de Yavorski. Enseguida tuvieron a su única hija, Laura, que también fue bailarina y prestigiosa maestra. Alonso ingresó en la School of American Ballet y, entre otros, tuvo cuatro maestros decisivos: Enrico Zanfretta, Alexandra Fedorova, Anatole Vilzak y Anthony Tudor. Después aprendería con Vera Volkova en Londres y Olga Preobrazhenskaya en París. Apareció en Broadway en los musicales Great Lady (1938) y Stars In Your Eyes (1939) e hizo su primera gira con el Ballet Caravan ese mismo año, encarnando su primer papel protagonista en Billy the Kid, de Eugene Loring, un ballet con argumento del lejano Oeste.
Con la compañía Ballet Theatre (después American Ballet Theatre: ABT) estuvo desde su fundación en tres periodos: 1940-1948, 1950-1955 y 1958-1959. Allí asumió creaciones históricas: Undertow, Theme and Variations o Fall River Legend. Bronislava Nijinska creó para ella Schumann Concerto y Enrique Martínez el sugerente y exótico Tropical pas de deux. Se ha convertido en leyenda su primera aparición como la protagonista de uno de sus grandes papeles, Giselle. Fue el 2 de noviembre de 1943, con Anton Dolin, y sustituía a la inglesa Alicia Markova, que había enfermado.
En esa temprana época neoyorquina fue operada en dos ocasiones de los ojos. En 1972 pasó de nuevo por el quirófano en Barcelona por ese motivo, pero con éxito parcial. Desde un principio, los médicos le advirtieron de que debía dejar la danza si quería conservar algo de visión. Ella se negó. Y, al contrario, se esmeró en su técnica depuradísima y en su inveterada versatilidad estilística, estudiando papeles y modos que luego puso en práctica cuando fue perdiendo progresivamente la vista.
Entre su vastísimo repertorio de entonces hay que señalar Pas de Quatre (Dolin, Lester); Apollon Musageta (Balanchine); Jardin de lilas, Gala performance y Romeo y Julieta (Tudor) y Aleko y Capricho español (Massine). Bailó con todos los destacados partenaires masculinos de su tiempo, aunque su inseparable pareja hasta 1960 fue Igor Youskevitch, con el que llegó a tener una complicidad escénica legendaria.
Vuelta a casa
Durante una suspensión laboral de actividades de la compañía neoyorquina, volvió en 1948 a La Habana como bailarina invitada y fundó su compañía, el Ballet Alicia Alonso (después Ballet de Cuba y a partir de 1959 Ballet Nacional de Cuba). Es entonces cuando empieza a coreografiar. En su nuevo cargo dio rienda suelta a su carácter duro, en ocasiones cercano a lo tiránico, y mantuvo un largo idilio hasta el final de sus días con Fidel Castro y las instituciones de la Cuba revolucionaria.
A partir de 1960 y mientras las relaciones entre Cuba y Estados Unidos lo permitieron, Alonso dividió su tiempo entre Nueva York y La Habana. Tras dejar el ABT, apareció como estrella invitada en las instituciones más prestigiosas: los Ballets Russes de Monte Carlo, la Ópera de París, donde montó Giselle en 1972, la de Viena o el Teatro alla Scala de Milán.
Alonso fue también una de las primeras bailarinas occidentales invitada en plena Guerra Fría a bailar en el Teatro Kirov (hoy, de nuevo, Mariinski) de Leningrado/San Petersburgo y el Teatro Bolshói de Moscú. Por una ventana la vio ensayar un estudiante algo díscolo llamado Rudolf Nureyev. Sus carreras no se cruzaron sobre la escena hasta una gala de Palma de Mallorca en 1990.
Sobre Alicia Alonso se ha escrito prácticamente todo: de su repertorio, de su estilo, de la longevidad de su carrera, del sello personal en los papeles clave del gran repertorio romántico y académico, de sus polémicos compromisos políticos, de su decidida apuesta por la revolución comunista... Fue una leyenda viva que persistió en seguir activa, luchando casi patéticamente y con algo de heroicidad contra el deterioro físico. Viajó incesantemente con su compañía, dio lecciones magistrales desde una silla y montó ballets “casi en braille”, con las manos. Algunos crudos detalles de la realidad y del tiempo, de su inclemencia, no enturbian un destino capaz de ser ejemplar en lo estrictamente artístico.
La carrera por la sucesión de Alonso en el puesto de directora del Ballet Nacional de Cuba estuvo abierta desde bastante antes de su fallecimiento. En varias ocasiones se especuló con su retirada por los problemas de salud y de edad, además de varias conspiraciones para destronarla. Finalmente, ocupó hace poco más de un año la dirección artística la primera bailarina Viengsay Valdés, de 42 años, lo que significó además un sensible cambio generacional.
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