Crítica de ballet

Thierry Malandain recurre a los tres grandes ballets de Tchaikovsky -La Bella Durmiente, El lago de los cisnes y El Cascanueces- para ofrecernos un espectáculo de recuerdos de infancia y de peculiar y personal visión de los tres clásicos. Todo hilvanado por un runrún de ensoñación al que ha puesto música Nicolás Duperoir.

El espectáculo, en tres partes alimentadas por las respectivas suites de los tres ballets, es de gran belleza plástica, entretenido, luminoso, y supone cierta destilación del sentido coreográfico de Malandain. El estilo neoclásico que impera en la obra, tiene su poderosa y fundamental base clásica. Los emportés, los saltos, los giros, se suceden; pero hay también una ruptura de moderna incorporación de danza contemporánea, incluso, a veces, una especie de profanación de la danza de tutú -con la danza de un vals en el suelo, por ejemplo-, pero siempre manteniendo una extraordinaria coherencia, una luminosa belleza, y una irreprochable factura de los bailarines, que tienen pasos muy comprometidos. Y, por supuesto, lo que nunca falta en Malandain: el sentido del humor; ingenuo unas veces, corrosivo, otras, oportuno, siempre.

Las escenas de cada uno de los ballets se suceden con agilidad, y son los momentos corales -los tuttis del cuerpo de baile- los más espectaculares. Ayuda el efecto multiplicador de los módulos-espejo que intervienen en la escena. Hay un buen cuadre de la simetría. Un perfecto encaje en los movimiento bastante cerrados y bruscos algunos de ellos. Una disciplina y control que asienta la escena. Pero, también, una soltura fresca que libera al bailarín del encorsetamiento. Es lo más bello, combinar control y flexibilidad. Hallazgos coreúticos, muchos. En La Bella Durmiente es sobrecogedor el paso a dos en el que el bailarín presta los brazos a la bailarina, que los tiene inutilizados, en una metáfora de la inmovilidad de la princesa. Y el simple recorrido por la barra del príncipe Desirée y la princesa Aurora, hasta el beso, es la extrema belleza de la sencillez. Del Lago de los cisnes me quedo con la humorística versión del famoso paso a cuatro, confiado aquí a los hombres, y que juegan con posturas del cuerpo, a veces poco elegantes. Eché en falta, sin embargo, algo de puntas. Teniendo un cuerpo de baile con esas posibilidades, incluso en versiones alejadas de lo convencional, se agradece ese recuerdo. Del mismo modo, en un ballet como El lago, cuya música siempre tiende a la elevación, uno apetece que se incida en ello. Pero, Malandain en esto, es implacable. Tiende siempre a sorprender y derribar estereotipos. Como los del vals, a los que, siempre que puede, les acorta las vueltas. Incluso prescinde de ellas. O les quita trascendencia. Como el famoso y dulzón vals de las flores del Cascanueces, que los bailarines tararean, sin pudor, incidiendo en sus repeticiones. Muy hermoso el dúo del Hada de Azúcar y el príncipe.

La experiencia de tener en el foso de un ballet una orquesta como Dios manda fue extraordinaria. Si bien Eduardo Portal tuvo que aplacar en algún momento a los metales, la aportación de la orquesta de Euskadi fue magnífica, con una cuerda carnosa, un arpa voladora y transparente, un viento-madera también danzante y un concertino de sólo de violín mágico. El director, como debe ser, se entregó totalmente al tempo de los bailarines. ¿Se imaginan escuchar -y ver- así el Pájaro de Fuego

de Stravinski, o cualquier otro ballet…?

Intérpretes: Mandalain Ballet Biarritz. Orquesta Sinfónica de Euskadi. Thierry Malandain, director del ballet y coreógrafo. Eduardo Portal, director musical. Programa: "Magifique Tchaikovsky Suites". Música de P. I. Tchaikovsky, coreografía de Thierry Malandain. Coproducción del teatro Nacional de Burdeos, Victoria Eugenia de San Sebastián, Saint-Etienne, Reims, Loira y Biarritz. Programación: ciclo de la orquesta de Euskadi. Lugar y fecha: Auditorio Baluarte. 20 de febrero de 2011. Público:

Lleno.