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La inagotable belleza de la danza clásica
Houston ballet
l A soberbia compañía del Ballet de Houston ha venido a corroborar lo que venimos diciendo de la danza clásica y neoclásica: que en absoluto está agotada, y que se está reinventando día a día para ofrecernos los mejores espectáculos. El público corrobora con su aplauso esta tendencia, y recibe con agrado y sin traumas las incursiones a coreografías más contemporáneas y atrevidas. Lo hemos experimentado, a otro nivel pero con el mismo éxito, en el ciclo Escena de este año, con las compañías Aldanza de Pamplona, y la joven donostiarra Biarritz, como grandes protagonistas, en este estilo.
El coreógrafo y director de la compañía, Staton Welch, siguiendo la tradición, toma la Rapsodia sobre un tema de Paganini de Rachmaninoff, para hacer un gran ballet clásico, pero con vuelo norteamericano. No olvidemos que esta obra -considerada como el concierto número cinco para piano del compositor ruso- se estrenó en Baltimore, y que, sobre ella, el coreógrafo Fokine ya hizo una coreografía en 1939. Welch parte del más puro clasicismo de puntas, giros, elevaciones, etc, para -sin desvirtuar el estilo- abrirlo a lo posterior. Y es que la coreografía, por lo menos para los que hemos amado el cine en blanco y negro, se expande -no sin cierta nostalgia- a Fred Astaire y Ginger Rogers, o sea, al más alto musical. Por lo menos en ciertos vuelos del vestuario. Las veinticuatro variaciones de la partitura dan pie a una sucesiva serie de pasos a dos donde el virtuosismo pianístico tiene su correspondencia con el virtuosismo dancístico. Se camina en puntas sobre el teclado del piano. Impecablemente. El conjunto norteamericano da una verdadera lección de fraseo contenido, bien ligado, tanto en los pasajes lentos como en los más rápidos y violentos. Siempre con elegancia. Siempre con soltura. Siempre con caídas impecables a la vertical después de los giros.
Hush es una coreografía de Christopher Bruce que narra episodios mínimos de la vida de una familia ambientada en el mundo melancólico de un pequeño circo decadente. Miniaturas coreúticas extraordinariamente bien acopladas a la música -a menudo minimalista- del violonchelo de Yo Yo Ma y la voz de Mc Ferrin. Es un ejercicio de precisión y ajuste del intimismo coreográfico, donde prima el trabajo individual, la atmósfera quieta y silenciosa, el detalle del gesto, sobre la espectacularidad, aunque hay pasos atrevidos, pero siempre dentro de un lenguaje en corto. La gestualidad sobre el Ave María , por ejemplo, es muy contrastada y sorprendente.
El espectáculo se cerró con la que es, sin duda, la más famosa coreografía de Stanton Welch: su Divergence o la apoteosis de la danza con música de la Arlesiana de Bizet. Es donde la compañía transmite todo su enorme poderío como conjunto. Impactan las actuaciones individuales, pero electriza todo el cuerpo de baile. Escuchar La marcha de los reyes -el preludio que abre la obra- con las bailarinas en puntas es, además de un hallazgo, un alarde de buen ballet. Aunar las elevaciones con el regulador de la música es flotar. Bellísimas, también, las figuras zoomorfas en el pasaje del apareamiento del escorpión, con una delicadísima salida a escena de las bailarinas. El elemento masculino, siempre rotundo y con gran exhibición de fuerza. Hay que ser una gran compañía de danza para estar a la altura del final de la obra de Bizet: esos dos temas tan poderosos que, entrelazados, arrastran al oyente hasta una vorágine que los bailarines solucionan con una tensión admirable.
Sólo en las grandes ocasiones se escucha en Baluarte una ovación como la ofrecida a los de Houston. Un triunfo para todos. Sobre todo para la danza.
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