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La ezpatadantza guipuzcoana
En Beasain, Deba, Eibar, Legazpi y Zumarraga, pero
también en Tolosa con alabarda en vez de espada, se bailan aún
ezpatadan-tzas en distintas fechas del año. Juan Ignacio Iztueta
recordaba que en los años de su juventud (último cuarto del siglo
XVIII) en Gipuzkoa dicho baile era común a muchos pueblos con motivo de
las fiestas del Corpus y patronales. Y añadía el de Zaldibia: «Esta
danza ha sido siempre tenida en mucha estima por los guipuzcoanos, y
con ella han obsequiado en todo tiempo tanto a los señores
representantes del pueblo como a los reyes y personajes ilustres de
España que han venido a nuestra tierra».
También las grandes ceremonias religiosas en el interior
de las iglesias se embellecerían con esa coreografía, hasta que las
autoridades religiosas decidieron depurar la liturgia de elementos no
doctrinales y sacaron las manifestaciones folklóricas populares de los
templos. Lo peculiar es que en Zumarraga se sorteó esta prohibición y
la danza de espadas siguió bailándose sin interrupción hasta nuestros
días en la parroquia vieja el 2 de julio y en la nueva el 15 de agosto.
Puede que en esta excepción influyera el hecho de que el primitivo
lugar de su celebración, La Antigua, era una simple ermita de
montaña... bueno, simple pero no tanto tratándose de la catedral de las
ermitas, como la llamó José Mª Donosty.
Lo que está fuera de toda duda es que la ezpatadantza es
la más arcaica de nuestras danzas ritual-tradicionales. Si su origen se
pierde en las brumas de la Edad Media, más impreciso es aún su
significado. El propio Iztueta la interpretaba, de manera algo
romántica, como vestigio de la respuesta que los guipuzcoanos daban a
los invasores, «bailando alegres al son del atabal y tamboril, y
acosando a los malvados hasta expulsarlos rápidamente de su
territorio». Para el tolosarra Gorosabel es «la ofrenda anticipada que
los guerreros hacían a la Virgen antes de sus expediciones militares, o
bien una acción de gracias por esas mismas guerras después de sus
victorias». Precisando aún más, hay quien ha señalado la batalla de
Beotibar como punto de partida de dicha tradición, batalla a la que
acudieron cientos de mozos guipuzcoanos a combatir contra los navarros.
Otra corriente de folkloristas vio en la ezpatadantza un
ancestral rito de las comunidades agrícolas, que de esta manera
acompañaban el nacimiento y muerte del vegetal en determinadas
estaciones del ciclo de siembra y cosecha. Y Julio Caro Baroja puso el
acento en el dato objetivo de que las danzas vascas suponían el «máximo
honor que podía conferirse a un muerto», lectura de la que se desprende
que la ezpatadantza bien pudiera derivar de las honras fúnebres
dedicadas a las más altas dignidades de nuestras comunidades.
Pero, cualquiera que sea la interpretación que de ellas
se haga, parece evidente que las danzas de espadas guipuzcoanas son una
estilizada modalidad ritual a través de la cual se restauraba el
equilibrio de la comunidad. Un símbolo de guerra para construir la paz;
un símbolo de vida para exorcizar la muerte.
Hoy vivimos en una sociedad donde lo simbólico ha
perdido buena parte de su eficacia. Pero no por eso dejamos de admirar
e incluso de experimentar una particular vibración en los sentidos ante
algunas manifestaciones del alma tradicional, como ocurre con estos
bailes de filo. Sensación que se mezcla con el íntimo deseo de que la
violencia de hoy sea pronto nada más que una página en los libros de
Historia y quizá también un símbolo en la expresión artística de
nuestro pueblo.
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