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La bailarina del zar

Uliana Lopátkina encarna la esencia del ballet clásico. Hoy es su máxima figura pese a su 1,75 de altura. No es fácil encontrarle compañero
Egilea
Rafael Mañueco
Komunikabidea
Diario Vasco
Mota
Albistea
Data
2015/06/18
Lotura
Diario Vasco

A sus 41 años, Uliana Lopátkina, es hoy la encarnación del ballet clásico en su forma más pura. Es la transmisora más fiel de la tradiciones academicistas de la danza en la Rusia zarista, que, sorprendentemente, se mantuvieron durante toda la época soviética y constituyen la esencia del ballet clásico en la Rusia actual. Sobre todo en el Teatro Mariinski de San Petersburgo, en donde Lopátkina es la primera bailarina.

A esta pelirroja de cara aniñada se la considera la máxima diva del ballet clásico mundial, pero a diferencia de otras grandes estrellas del ballet ruso, como Maya Plisétskaya o Anastasía Volochkova y ahora Svetlana Zajárova y su compañera en el Mariinski, Diana Vishneva, Lopátkina es todo modestia y timidez.

Para ella, la disciplina, el tesón y saber soportar el sufrimiento de horas y horas de preparación y ensayos son los elementos insustituibles para forjar a una bailarina. En la cima de su carrera y en plena madurez profesional, esta virtuosa nacida en Crimea, aunque rusa por los cuatros costados, es reverenciada en su país y en el resto del mundo.

Estos días cautiva al público de San Petersburgo, Moscú e Izhevsk, la capital de Udmurtia, territorio en donde nació el gran compositor ruso, Piotr Chaikovski, en cuyo honor cada año se organiza allí su festival. Durante este importante certamen cultural, Lopátkina ha bailado en los tres ballets de Chaikovski en escena: La Bella Durmiente, el Cascanueces y el sublime Lago de los Cisnes.

Esta última obra es la que más notoriedad le ha procurado. La crítica subraya que nadie desde Plisétskaya había logrado interpretar el cisne como ella y además los dos, el blanco y el negro, Odette y Odille, el bien y el mal.

Su repertorio es inmenso. Ha bailado también bajo la batuta de Adolphe Adam en los ballets Giselle y Corsario, de Ludwig Minkus (Bayadera), de Alexander Glazunov (Raymonda) de Nikolái Rimski-Kórsakov (Scheherezade) y de muchos otros genios de la música y de la coreografía como Marius Petipa. La conocen bien los aficionados de Milán, Londres, Nueva York, Barcelona, Madrid, Tokio y Helsinki.

Como cualquier otra niña en la época soviética, Lopátkina empezó en el colegio a aprender ballet. No todas continuaban con la danza clásica más allá de los diez años, pero ella sí. Tuvo que dejar su casa, su familia y Kerch (Crimea), su ciudad natal. La trasladaron a San Petersburgo, nada menos que a la escuela Vagánova, insigne institución fundada en 1738. Allí estudiaron prodigios del ballet de la talla de Anna Pávlova, Tamara Karsávina, Vatslav Nizhinski, Rudolf Nuréyev, Natalia Makárova o Mijaíl Baríshnikov.

Operada en Nueva York

Corría el año 1983 y Uliana tuvo que acostumbrarse a vivir en una residencia estudiantil. Su único acicate fue echarle horas y horas a las durísimas sesiones de barra. Durante años no conoció otra cosa que el trabajo y el sacrificio para moldear su cuerpo, para transformarse en una artista de ballet. La formidable Natalia Dudínskaya, estrella del ballet soviético y célebre profesora ya fallecida, fue su profesora.

Todo iba bien, pero Lopátkina empezó a dejar de ser una niña. Su transformación en mujer modificó su estatura hasta alcanzar 1,75, demasiado alta para una bailarina. Sus piernas, brazos y manos se alargaron. Ella misma reconoce que fueron momentos críticos porque sus profesores empezaron a dudar si sus medidas serían las adecuadas. El primer problema que surgió fue encontrar para ella pareja de baile. Sus compañeros, de complexión más débil, apenas podían levantarla en vilo y parecían niños junto a ella. Al final, tuvieron que admitir en la escuela bailarines más corpulentos para resolver el dilema.

En 1991 finalizó sus estudios en la escuela Vagánova y fue admitida en el colectivo del Teatro Mariinski. Bastaron cuatro años para convertirse en la primera bailarina. Desde entonces está completamente imbuida en el mundo "romántico" del ballet, como ella lo denomina, un mundo irreal, mágico, trascendente.

Dice que a veces le cuesta sumergirse en la realidad existente fuera del teatro. Pero no le queda otro remedio que arañar tiempo para dedicarlo a su hija María. Se casó en 2001 con el empresario y escritor ruso, Vladímir Kórnev, pero se separaron nueve años más tarde.

La peor experiencia de su vida fue la lesión en el tobillo que sufrió durante la temporada 2001-2002. Los médicos llegaron a pensar que no podría volver a la bailar. Gracias a una gestión del legendario Baríshnikov la operaron en Nueva York y recuperó completamente la funcionalidad de su pierna. Regresó a la escena en 2003.

Sin dejar de ser la primera bailarina del Mariinski, fue nombrada directora artística de la escuela Vagánova hace dos años. El enorme hueco dejado por Maya Plisétskaya, fallecida el mes pasado, lo ocupa ahora Lopátkina.

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