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Hiperinflación del aurresku
Se multiplican los aurreskus y uno ve su vida pasar delante de ese dantzari que no acaba
Aquello me pareció bien y crucé tres veces la pantalla del iPad con el índice, mostrando una decisión rayana en la fiereza, como si buscase algún dato en los informes secretos que Snowden acabase de enviarme. Es lo que hacen los de la tele. A mí en la pantalla me apareció el Asphalt 8, pero no importó. Para entonces mi cerebro analítico ya estaba atascado en una pregunta extraña: ¿cuántos aurreskus de honor habrá presenciado el diputado general en sus doce años de mandato?
La respuesta ha de ser por fuerza un número tremendo. ¿Millones? Lo pienso y, si exceptuamos las sesiones en Juntas, yo no he visto muchas veces al diputado general sin el preámbulo ceremonioso de un aurresku. Tampoco he visto muchas veces a Clark Gable sin que rugiese antes el león de la Metro. No es lo mismo, por supuesto. Clark Gable no tiene culpa de nada. Tampoco, ya puestos, el diputado general. En realidad, cualquier mandamás vasco está expuesto a lo que podríamos llamar la hiperinflación del aurresku. Cualquier ciudadano vasco, aunque no mande nada, si me apuran.
Hoy no hay inauguración de tramo de bidegorri en las afueras de un polígono industrial que no vaya precedida de un aurresku. La escena es recurrente: el dantzari dando saltos imponentes, el txistulari esforzándose en el contrapás y el concejal de Bidegorris y Polígonos Industriales en posición de firmes, sosteniendo con solemnidad la txapela del bailarín y presenciando el que será para él el sexto aurresku de la semana, siempre que sea martes y estemos en una localidad sin gran actividad municipal.
Tampoco hay boda sin aurresku, qué les voy a contar. Ni homenaje, entrega de trofeos, recepción oficial, campeonato de mus, inauguración, cóctel, aniversario o merienda de exalumnos. Lo excepcional se ha transformado en rutinario. Los vascos vivimos esperando a que termine el dantzari. Basta con eso para que el folclore revele una de sus características principales: su complicada pertinencia. Lo de la política es ya un exceso coreográfico. También en esto. Sigue uno a un partido vasco en una campaña normalita y termina de aurreskus hasta las narices. A veces llega a haber en esos actos más cuerpo de baile que electores propiamente dichos. Es como si tuviésemos a un José Luis Moreno autóctono a cargo de la dramaturgia.
A favor de la izquierda abertzale hay que decir que en sus actos no es raro que sea algún candidato el que, vestido de paisano y sin muchas ganas aparentes, se arranque con el aurresku. Como el sentido de la coordinación es una de esas cosas que está incomprensiblemente repartida entre los hombres (¡y entre las mujeres!), no es raro que esos aurreskus alegres y combativos sí presenten cierto interés. No tiene que ver desde luego con la emoción estética, sino con la posibilidad de que un semejante se lesione. Es algo que al menos entretiene.
Yo creo que deberíamos moderarnos un poco y reservar tal vez el aurresku para las ocasiones realmente especiales, reforzando así su peculiaridad y su prestigio. Bien está que lo bailen los diputados generales y los alcaldes en los días de importancia. Gana con ello la tradición y, sobre todo, el humorismo. Y también quedará estupendamente el aurresku de honor en el gran homenaje, en la cita histórica, en la ceremonia emotivísima. Pero en el partido inaugural del torneo de rana interbarrios igual es mejor abstenerse. Y en la presentación del nuevo microbús ecológico. Y en la enésima asamblea sin importancia del partido confuso y testimonial.
La verdad es que estamos bailando aurreskus como ponen collarcitos de flores a los turistas en Hawai. Entre el cliché y el timazo. Habrá una industria detrás, qué sé yo. Y ese montón de administraciones y particulares contratando. Lo que igual no es buena idea es hablar justo ahora del asunto. Se acerca una campaña atroz, furiosa, encarnecida. Uno de sus daños colaterales: todos esos dantzaris que calientan.
Aurresku de honor en la entrega del Premio BIA (Bilbao Bizkaia Architecture) a Sir Norman Foster, el pasado año. / TELEPRESS
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