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Galván, Gelabert y Maya bailan con Palazuelo, Tapiès y Chillida
No es habitual ver a tres ases de la danza de estilos tan diferentes como Israel Galván, Cesc Gelabert y Jon Maya bailando juntos. Y menos que lo hagan entre cuadros y esculturas de Tàpies, Palazuelo, Chillida, Rothko y Picasso. Sucede estos días, en tres únicas funciones desde el jueves hasta el sábado, en el Museo de la Universidad de Navarra (MUN). Primero cada uno por separado en salas distintas pero de forma simultánea, con el público repartido en tres grupos, itinerando de uno a otro. Finalmente, los tres reunidos en un mismo espacio, rodeados de esqueletos de barcos naufragados, una instalación de la artista peruana Cecilia Paredes, tan cerca del público que casi se les podría tocar.
El público que asistió este jueves a esta experiencia en Pamplona contenía la respiración. Quizá una mano de Gelabert rozara la de algún espectador. Tal vez otro quedara aturdido por una mirada directa de Galván mientras zapateaba. La cercanía de Jon Maya parecía invitar a bailar con él. Y la música del compositor Luis Miguel Cobo, más bien una instalación sonora, sonando a la vez en las tres salas, rebotando de una a otra, con el ritmo de fondo del taconeo de Galván.
El espectáculo, titulado Soliloquios, nació en otoño pasado de una invitación del MUN a Jon Maya para desarrollar un proceso de creación dentro del museo. Que paseara por sus salas y se dejara llevar. El coreógrafo, cuyos trabajos beben siempre de danzas de raíz vasca, se vio bailando un aurresku ante las esculturas de Oteiza. Pero le pareció poca cosa y decidió invitar a su vez a Israel Galván y a Cesc Gelabert, con quienes había colaborado ya por separado, para que bailaran sus propios aurreskus en otras salas del museo. Cada uno a su manera, claro, reinterpretando los pasos tradicionales. Un vasco (Maya), un catalán (Gelabert) y un flamenco (Galván), ganadores los tres del Premio Nacional de Danza, reconstruyendo a su estilo un baile folclórico.
La sala del MUN donde están las esculturas de Oteiza resultó demasiado pequeña para que Maya pudiera ejecutar ahí su danza, lo que le llevó a elegir otro espacio en el que hay una obra de otro vasco, Chillida, también inspirador para él, junto a otras de Rothko, Picasso y Kandinsky. La elegida por Gelabert parecía obvia: la dedicada a Tàpies, presidida por su poderoso Incendi d’amor (1991), acompañado de esa otra famosa que evoca una bandera catalana (L’esperit català, 1971). Galván se quedó con Palazuelo: geométrico y abstracto como su taconeo.
El proceso de creación ha sido largo. Primero Gelabert dirigió la coreografía de Maya: una especie de decantación de los pasos tradicionales del aurresku con técnicas de danza contemporánea. Después hizo una versión de esta para sí mismo en la que se ven claras resonancias de la primera. Finalmente Galván creó su pieza deconstruyendo las otras dos. Apenas quedaron en ella ecos de las anteriores: una pierna que se alza, una palmada, un movimiento lateral. Cuando los tres se reúnen en la última sala todo confluye como por alquimia.
Este es un tipo de trabajo de esos que se denominan site-specific, concebidos expresamente para un lugar concreto, de naturaleza esencialmente efímera, pero eso no quiere decir que no dejen huella. Sobre todo en los propios coreógrafos. "Estos proyectos en los que podemos mezclarnos nos enriquecen. Caminamos hacia el trabajo en equipo, hacia la fusión de lenguajes. Esto no es nada nuevo, pero hay que hacerlo bien: hay que profundizar en la esencia de cada cultura para que no salga un revoltijo", explicó este jueves en Pamplona Gelabert, que prepara una nueva pieza producida por Baryshnikov. "Me cambia el cuerpo, me ayuda a trabajar desde lugares que desconozco", añadió Galván, que colabora a menudo con otros artistas. "Tener un museo a tu disposición es un lujo y te lleva a dialogar también con otras disciplinas", subrayó Maya.
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