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Escuela, tradición y algo de naftalina
Ballet y orquesta de San Petersburgo
En San Petersburgo -siempre frente a su eterno rival, el Bolshoi de Moscú- se tiene la vista puesta en lo tradicional, en lo aristocrático, en la pose de dignidad. Predomina el clásico estilo lírico, de un gusto impecable, y una sensibilidad cercana al refinamiento decadente. A veces, el bailarín sacrifica su dramatismo por la estética más formal. Todas estas virtudes se personifican en la que, sin ninguna duda, fue la gran triunfadora de la función, la primera bailarina Irina Kolesnikova que dio una soberbia lección de estilo. La variación de su personaje -Odette- es una de esas piezas de bravura que ponen a prueba la calidad de la bailarina. Variación lenta que requiere un fraseo y una cadencia también lentos que sólo pueden surgir de una seguridad técnica impecable. Irina se sube a las puntas con la tranquilidad del paso cotidiano, evoluciona sin titubeos, muy ligado, y, lo que es más asombroso, se baja de las puntas o de las posiciones más elevadas, con la parsimonia de la música. Su expresión, además, es de toda la figura, transmitiendo esa dicha, aún velada por la inquietud, de su personaje. Todo lo demás, sin alcanzar el estratosférico nivel de Irina, -quizás, a excepción de los giros del arlequín-, sí que nos deparó una muy bella función de ballet. Siegfried, que sirvió impecablemente y con eficacia a su partenaire, no brilló en su solo de bravura: elegante sí, pero un tanto inseguro en los finales. En general, rayaron a gran altura las bailarinas en el ballet blanco, tanto en conjunto como en las intervenciones demisolistas . Buena sincronización en el famoso paso a cuatro. La coreografía mantiene impecable su vigencia, su atractivo indestructible en las secciones solistas y de ballet blanco. En el resto, a mi juicio, se necesita el estudio filológico que se hace en otras grandes compañías del mundo. Aun basándose en la tradición, la danza española, las czardas, la napolinata, la mazurca, deben estar más definidas en su carácter peculiar. Aquí las coreografías -y el vestuario- quedan un tanto diluidas. Finalmente, en la última escena, frente a la perfección de su realización, asomó un poco esa falta de dramatismo visual que debe estar a la altura del dramatismo musical. Dramatismo que sí hubo en el otro gran rol -Odile-. La puesta en escena estuvo bien solucionada. Espléndida en la fiesta del palacio. De telones tradicionales en el bosque. Con vestuario principesco muy rico en todas la circunstancias. Un poco pobre -por evidente y simplón- me pareció el manejo de la luz. Elemental en la aparición del mago: de un rojo-papel-de-celofán un tanto rancio. En cuanto a la orquesta, aunque no fue la versión musical del siglo, -los efectivos de cuerda no estaban equilibrados con los metales-, es un privilegio tener la música en directo. Ver como el director -y el tempo- está al servicio de los bailarines. Gozar de la perfecta sincronización entre el calderón final y la pose estatuaria de los solistas.
Ha terminado la temporada del Baluarte. Ha sido espléndida. Probablemente la mejor posible. Pero, en la representación del viernes, se volvió a ir la luz. A ver si eso se arregla para el curso que viene.
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