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Escasa emoción
Crítica, La cuadra de Sevilla
Ana Remiro
Imágenes andaluzas para Carmina Burana no entregó al público todo lo que prometía: sorpresa, interés y emoción. La sucesión de imágenes sobre los poemas del medievo y la música de Carl Orff se redujo finalmente a tres dilatados cuadros escénicos, a lo largo de hora y media de espectáculo en el que pocas cosas intensas acontecieron. El telón se alzó y apareció la primera gran imagen escénica, poderosa y bellísima, espacialmente muy bien definida, con una armoniosa simetría entre el blanco y el negro y una exquisita iluminación. Sin embargo, este gran comienzo no evoluciona significativamente hasta muy avanzado el espectáculo. Mantiene demasiado tiempo la primera visión que termina por hacerse pesada, ya que la intervención de los distintos personajes en ella resulta superficial y poco relevante. El segundo gran momento del espectáculo fue la aparición de la cruz y la crucifixión final de una mujer en ella. En este instante reaparece la fuerza visual y estética apoyada inteligentemente por el trabajo de iluminación. La escena de las banderas andaluzas ondeando al viento entre cánticos campesinos perfectamente superpuestos al canto lírico fue el último momento emotivo y la única imagen que aportó nuevos contenidos a un espectáculo centrado sobremanera en el valor estético.
La música de Carl Orff no adquiere un verdadero protagonismo en el conjunto del montaje que pone mucho más el acento en el cante y el baile flamenco dedicándole largos espacios de desarrollo que, sin embargo, no son bien aprovechados por los intérpretes. La bailaora desarrolla una danza reiterativa y falta de matices apoyada en clichés dramáticos. Los dos bailaores, por el contrario, mostraron un porte más elegante, mayor riqueza en los matices así como superior calidad en los zapateados. Las intervenciones de danza de las cuatro bailarinas carecieron de desarrollo y fueron coreográficamente simplonas. Por último, el vestuario elegante y sobrio, encajó a la perfección con la estética de la pieza.
Fue un espectáculo de ritmo lento y apagado, que a pesar de su valor estético, transmitió escasa emoción.
Ana Remiro
Sensaciones
ROBERTO HERRERO/
Este montaje tiene al espectador algo desconcertado. Távora nos hace vivir entre la explosión escénica y el recogimiento, entre la luz y las tinieblas. Sus visiones desde la música de Orff van directas a nuestras emociones y por el camino de la contención y el exceso al mismo tiempo. Esta batalla, este juego de mil imágenes, pero casi una sola fotografía, es la que produce una sensación que puede ir desde el vacío hasta el alma encendida. Y en momentos ambas sensaciones se mezclan.
La poderosa música, aquí muy troceada, de Carmina Burana parece invitar a un festival donde la luz, el color, quizás el misterio tomen cuerpo. Sin embargo Távora apuesta por una estética de fábrica, de almacen abandonado, de viejas maquinarias que parecen dispuestas a dar su último quejido. La luz es blanca, dura, en su encuentro con el suelo se transforma en gris, en sucio, polvoriento. El espacio abierto. Estática la disposición de los elementos humanos, rota por el baile y el cante.
Igualmente el movimiento es escaso, como agarrado por cuerdas invisibles. Hasta cuando aparecen los magníficos caballos todo es recogimiento. Y el color. La ausencia casi total del color, que sólo tendrá espacio para un pequeño detalle: unos pétalos; y para el momento de las banderas, vistoso pero quizás el menos.
Donde Távora, en cambio, abre la mano es con los símbolos, con el mensaje, con ese imaginario que mezcla lo reivindicativo, el canto a los iconos religiosos vestidos de hombre y también de mujer, a la sangre, el dolor y siempre la esperanza. Ahí surge todo el movimiento que antes se niega. Ahí vuelven a darse de bruces su discurso y su envoltorio. De ese cruce toman cuerpo momentos de enorme intensidad, como el baile sobre la cruz, los caballos desmontados oliendo la muerte de la mujer crucificada, la sensualidad de los cuerpos girando en el vacío. Sensaciones.
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