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Esa prodigiosa simetría
Ahora que el mundo de la danza contemporánea trata de obviar la simetría, el dibujo figurativo de los movimientos cuadrados en grupo;se agradece, por lo menos de vez en cuando, el incomparable baño visual de encaje perfecto, equilátero, de círculos concéntricos, como de vitral de catedral, que nos ofrece el ballet Moiseyev. Es el triunfo de la disciplina llevada a rajatabla, ya desde la elección de la estatura de los bailarines, desde la presentación de todo el cuerpo de baile, como de reflejo en un espejo (24 y 24), al abrirse el telón. A partir de ahí, todo se desarrolla con la precisión de un reloj suizo, o, mejor dicho, en este caso, con la espada de Damocles soviética que imponía no salirse de la fila. Igor Moiseyev, que también tuvo sus reprimendas por bailar coreografías de Fokin -exiliado a Occidente-, es elegido, sin embargo, para “coreografiar” desfiles en la Plaza Roja, y, a partir de ahí, en 1937, con el apoyo expreso de Stalin, funda su propia compañía, (R. Salas. Papelería sobre la danza. E. Cumbre 2014). Bailan como desfilan, decían algunos de la compañía rusa -no se sabe si como cumplido o como crítica-;pero, en todo caso, a Moiseyev le debe el folklore ruso -con el resto de países del Telón de Acero- la recuperación del riquísimo acerbo cultural de danzas populares, y su enriquecimiento coreográfico para subirlas a un escenario, y recorrer con ellas el mundo entero con el indudable éxito que, aún hoy, cosecha.
El programa traído al Baluarte es variado, ágil, entretenido;con paradas en diversos países, (no sólo del Este), impecablemente realizado, y apabullante en su evolución visual. Para los detractores -que siempre los hay-, peca un poco de mecanicista y repetitivo en algunas acrobacias que van pasando de bailarín en bailarín -el número de los gauchos argentinos, por ejemplo-. Pero nos sigue admirando, por más que lo sepamos, el deslizamiento como en patinete del cuadro Partizaní: una coreografía que nunca envejece, siempre sorprende, y en su simplicidad, que después se desata, bélica, suscita el entusiasmo del público. El Sirtaki griego, con unas variaciones de virtuosismo, es otro de los momentos estelares. Y, cómo no, la fuerza expresiva de la versión que hacen de la jota aragonesa -un poco descoyuntada, eso sí, en su intento de forzar la bravura-, pero grandiosa;alejada de la jota vasca -más refinada y que parece bailada con ganchillo-, o la navarra -en la línea de bravura, pero más comedida-.
De todos modos, en esta gira, para mí, lo más original ha sido la espléndida, y ya antigua, coreografía Fútbol: sobre una música clásica y festiva de Alexandr Zfasman, Moiseyev, atrapa con sentido del humor, todos los tics del partido del fútbol;desde la ansiedad del partero que sigue la jugada de sus compañeros, a los saltos, perfectamente medidos, y que representan exactas fotografías de los encuentros;pasando por disputas, árbitros, etc. Gustó mucho. Y como final, no podía faltar el uniforme ballet sobre la flota rusa, Un día en el barco: jovial, saltarín, de férrea disciplina, y militar, claro. Solo a Moiseyev se le permite mutar la estética militar, en belleza coreútica. Éxito apoteósico.
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