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Entre la épica y la apariencia
Crítica, Las campanas de la paz
Se lee en el programa de mano: «La obra gira en torno a cuatro
conceptos: La batalla, la nostalgia, el valor para los hombres y la
belleza para las mujeres y, por último, la victoria y la paz. Sobre
ellos se escenifican doce números musicales que representan momentos de
la época de guerra, del cultivo, los ceremoniales, la forma de vida de
la realeza y la felicidad de la posguerra en Wuhan». Leo estas líneas
tras ver el espectáculo y me deja tan rodeado de palabra hueca como
durante la representación de efectismo y aparente grandilocuencia.
Las
campanas de la paz es un montaje que intenta apabullar al espectador
por medio de una música, una iluminación y un vestuario hechos para
llamar la atención, para conseguir algo bonito, que entre bien por los
sentidos, que se pueda digerir sin ningún esfuerzo y que lleve de la
mano al público en una agradable monotonía sin que le queden ganas para
fijarse en los detalles o para preguntarse algo así como: «bonito, sí,
¿y?».
Porque tras la cortina de ese envoltorio entre exótico y
relajado, la función es una mezcla pobre de música enlatada y
rimbombante, de coreografías en las que la disciplina de grupo
sustituye a la clase y de una historia resumida al principio de esta
reseña, que podría ser ésa o la contraria y tampoco tendría mucha
importancia. Hay mucho de apariencia en la obra. Parece un espectáculo
grande, pero es más bien una acumulación de gente. Parece una
exposición de danzas orientales, llegadas del otro lado del mundo, y en
más de una ocasión se asemeja a un ballet televisivo. Parece que los
músicos tocan y los sonidos enlatados lo niegan. Parece que asistimos a
ceremonias íntimas con sabor a campo y tierras lejanas, o a batallas en
las que un imperio se tambalea, pero una espada de goma que se dobla o
unos guerreros nerviosos porque pierden el paso nos saca de la ilusión.
Como ocurre también con esas campanas tan de cartón piedra que se
desplazan sobre una ruedas como las que llevaban los carritos de la
tele de antes.
Pero la estética colorista y los movimientos más
o menos acompasados de los esforzados bailarines, más el tono épico de
la cosa, habrán conseguido agradar a más de uno.
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