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El extraño caso del Atenazador

San Vicente de la Cabeza (Zamora) lleva diez años celebrando la festividad pagana con motivo del cambio de estación, una tradición que se había perdido a mediados de los años 80
Egilea
Chema Rodriguez
Komunikabidea
Diario Vasco
Mota
Erreportajea
Data
2020/08/19
Lotura
Diario Vasco

La mascarada del Atenazador, un ritual pagano vinculado a los solsticios y los trabajos en el campo, estuvo a punto de desaparecer en los años ochenta. Este verano se ha llevado a cabo en una versión reducida y simbólica./

El reloj del Ayuntamiento, de marca Ursus, está detenido eternamente en las seis menos diez. Una hora como cualquier otra en San Vicente de la Cabeza, por donde pasa el río Aliste convertido ahora en una sucesión de pozas. Un pequeño dique metálico de quita y pon retiene el agua junto a la plaza, bajo un puente de hormigón, al otro lado hay un parque infantil como el de cualquier barrio urbano y en este unos bancos de plástico de colores chillones. Eso que llaman el progreso. Entre dos modernos automóviles, un tractor Barreiros de color calabaza. Entre dos casas reformadas con burdos ladrillos y cemento, una antigua de piedra y puerta irregular. Una de ellas se hundió no hace mucho junto a la iglesia.

En un día de agosto normal, estamos a día 11 en esta ocasión, las calles estarían llenas de mozos resacosos con ganas de culminar la verbena de la noche anterior disfrutando de una tradición que estuvo perdida: la del Atenazador. Pero como no hay posibilidad de festejar nada, tiene lugar una versión simbólica y reducida, de la que no se ha dado aviso a los vecinos, a la que asisto como único espectador y fotógrafo. Habrá que explicar que se trata de una mascarada. Una fiesta típica del invierno que, según explican Adrián Blanco e Iván Fernández, dos de los miembros de la asociación que la organiza, aquí tenía lugar el 29 de junio, festividad de San Pedro. Tras su desaparición a mediados de los ochenta, por la falta de población suficiente, se recuperó hace diez años y se trasladó a agosto, a fin de que toda la diáspora veraneante pudiera participar en ella.

Este tipo de rituales paganos, unidos siempre a los cambios de las estaciones, el Sol, la Luna y los ciclos de trabajo de los campesinos, resulta difícil de rastrear. Iván ha dedicado mucho tiempo a conversar con los ancianos del pueblo en busca de recuerdos que añadir a la tradición, «porque escrito no hay nada, no hay documentación de ningún tipo ni en los archivos civiles ni en los eclesiásticos».

El elenco

En esta representación participan en la actualidad una serie de personajes con roles bien definidos. El Atenazador (suelen salir varios) representa el mal y va corriendo por las calles asustando a niños y mayores con su herramienta rematada con dos cuernos de animales. También participa una pareja vestida de novios (son dos hombres, pero el que hace de mujer es acicalado por mujeres), la Filandorra (vestida de vieja, va tirando ceniza a los pies de la gente), un grupo de jóvenes simulando ser pobres (piden por las puertas) y otro de gaiteros que ameniza la comitiva.

La jornada de fiesta comenzaba, y este año también lo hizo, con otro ritual que ahora ha perdido la utilidad que antes tenía. Los mozos dedican unas horas a limpiar las tres fuentes del pueblo. Explica Adrián que la fiesta marcaba el inicio de la siega «y las fuentes, también las de los campos, tenían que estar limpias para poder acudir a ellas a beber en las duras jornadas de trabajo». La falta de uso hace que se tengan que emplear a fondo; una de ellas, cuya agua proviene de un manantial, hay que vaciarla con una bomba para luego frotar las paredes de piedra cubiertas de una capa oscura de verdín. El trasiego de mangueras, cubos y palas atrae a algunos vecinos. Otros miran desde los bancos de las puertas de sus casas sin ánimo para romper sus rutinas de ancianos. Aquí queda poco espacio para los jóvenes, algo de ganadería y poco más. Casi todos han ido a trabajar fuera, muchos a la pizarrera de Riofrío, la única industria de la comarca. Al acabar la limpieza se ata a cada fuente un ramo de flores como señal de que ha sido purificada.

En la plaza junto al bar hay un par de mesas concurridas. En una los jóvenes solteros y en otra las parejas, muchas de ellas con niños que corren y pedalean en libertad. Todos hablan con un ligero acento gallego, y dicen palabras como «rapaz». Aquí está la última fuente que se ha limpiado, en la que viven un par de peces que nadie sabe muy bien de quién son, y que permanecen en un cubo hasta que el chaval que los custodia recibe la orden: «¡Tira los peixes ya pa'dentro!».

Luego van los atenazadores a vestirse. En secreto. A un almacén donde comparten espacio con un tractor moderno y una cantidad indescriptible de objetos. Maderas, bidones, vigas, herramientas, una hormigonera. En un gran arcón metálico se guarda el vestuario, compuesto de pantalones de pana y camisas que parecen sacadas de un montón de tres a un euro. Llevan también botas y polainas y una máscara de corcho cubierta de piel de oveja. Un zamarro por la espalda y en la cintura una ristra de cencerros con los que avisan de su llegada. Y, por supuesto, las enormes tenazas articuladas que les dan nombre.

A cámara lenta

Para la recuperación de esta mascarada se quejan Iván y Adrián de la falta de apoyo que reciben de las instituciones. Señalan un antiguo molino, con el tejado hundido, que pidieron al Ayuntamiento para poder utilizar como sede de la asociación y que seguramente acabará en la ruina total antes de que reciban una respuesta. Muchas de estas construcciones de piedra van cediendo al paso de los años, viviendas y corrales que compondrían un paisaje interesante para atraer algo de actividad al pueblo.«Creemos que mantener vivas las tradiciones es una forma útil de hacer que la vida mejore, de salvar todo lo que de valioso hay en estas tierras que, de otra manera, están condenadas a desaparecer», dice Adrián.

Los tres atenazadores salen y resulta imposible que lo hagan en silencio con el escándalo de las esquilas. Será un paseo simbólico, corto. Una forma de desafiar a los malos tiempos sin que ninguna autoridad se pueda sentir molesta. Algún vecino despistado recibe un susto, otros miran con sorpresa porque no esperaban ver a estos personajes tan característicos por las calles. Todo ocurre a cámara lenta, en la mayoría de las callejuelas no hay nadie, ningún espectador al que sobresaltar, pedir dinero o tirar ceniza. Y la fiesta, que no lo es porque la soledad le priva de su significado, se transforma en una especie de exorcismo. Como si los tres enmascarados pudieran atrapar el mal con sus tenazas y ser, por una vez, los buenos de la historia.

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