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El cuerpo cuenta la historia de los tiempos
Un hombre arrastra sus pies por una llanura desértica. Lo hace de manera acompasada, de tal manera que el tempo de la escena queda marcado desde su inicio, incluso desde antes de la aparición de la propia música. Corrijo: la música, en Dantza, procede de los lugares más inesperados. Telmo Esnal emplea el cuerpo de sus dantzaris para contar su historia, pero también lo hace a través de la naturaleza en la que despliega su lienzo. El trabajo en la edición de sonido de David Mantecón, perfectamente cuajado con una primorosa banda sonora original compuesta por Pascal Gaigne, dibuja un paisaje sonoro que pronto se revela como una de las fundamentales herramientas expresivas de la película, junto a la plástica dirección de fotografía de Javier Agirre, muy vinculada a la idea de movimiento intrínseca a la danza, así como al trabajo de la luz y el color con el objetivo de diseñar otra de las claves narrativad de Dantza: el transcurrir de las estaciones, el paso del tiempo.
La película de Telmo Esnal se articula, de hecho, en torno a una silueta en permanente tránsito. Los cuerpos de los dantzaris, volúmenes que otorgan vida a localizaciones vírgenes, son el eje que recorre esa línea dispuesta a lo largo del tiempo. Las figuras humanas se reúnen, en cada escena, para aplicar una coreografía que la cámara de Esnal recorre, estudia y desgrana con ritmo acompasado, sosteniendo siempre esa coherencia entre música y cine que pertenece a la propia naturaleza de su película. El montaje de Dantza funciona, de hecho, de manera muy paralela a su edición de sonido, puesto que los cortes entre planos —medidos con mimo, casi como fragmentos de una partitura— no dejan de ser un recurso cinematográfico adicional para reforzar esa idea de la música como conectora de la historia de los pueblos.
Telmo Esnal recurre, para contar esta historia sobre la siembra, la batalla por la supervivencia a través de los inviernos y la celebración en la recogida, a la tradición de su propio pueblo: el vasco. Así, el baile empleado como lenguaje está compuesto por danzas tradicionales vascas, en lo que se puede entender como una decisión inteligente por su bidireccionalidad: por un lado, mantiene siempre próxima a su cuerpo fílmico la esencia localista desde la que nace la película; sostiene el axioma y no se desliga jamás de él. Por otro, sin embargo, al eliminar de la superficie de la película cualquier vestigio de lenguaje verbal, Esnal genera, en Dantza, un discurso relativamente universal. Su obra cuenta la historia de su propio pueblo, sí, pero sin olvidarse nunca de contar también la de los demás.
Ahí, en esa dualidad interconectada, late el corazón de Dantza. Dentro de su trazo grueso alegórico y su pausada expresividad visual, la película de Telmo Esnal canta, con timidez pero férrea convicción, acerca de los puntos en común entre los distintos pueblos, alzándose así como una voz cálida en tiempos de batalla, en días de miedo al otro, al ser humano lejano. En esos parámetros de unión plácida, de reunión en torno al fruto de la naturaleza: ahí asienta Dantza su descripción genética, su razón de ser. Y es en el presente donde ubica su temporalidad, en un presente que abraza el rastro del pasado y que proyecta valentía hacia el futuro.
El tercer proyecto de Telmo Esnal es —no vamos a engañarnos— una propuesta abarrotada de riesgo: al reto formal de construir una narrativa cinematográfica sólida en torno a la danza, el cineasta vasco se ha enfrentado con testarudez a lo inconveniente que puede resultar, hoy en día, llevar a cabo una película en la que el lenguaje verbal brille por su ausencia. Su reivindicación del silencio, sin embargo, termina por alzarse vencedora: a veces, en tiempos oscuros, basta con que escuchemos la historia de nuestros cuerpos. Basta con que bailemos, con que observemos las líneas de nuestras manos. Basta con la Dantza.
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