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El ceremonial laico de Kukai Dantza
Para no repetir fórmulas, Maya y los seis bailarines y bailarinas que forman la base de Kukai decidieron invitar a distintos coreógrafos, con la condición de que incorporaran a sus trabajos las danzas tradicionales vascas que ellos dominan a la perfección.
Entre estos coreógrafos se encuentra el israelí afincado en Madrid Sharon Fridman que con su trabajo Erritu logró alzarse con el Premio Max a la Mejor Coreografía del año 2019 (amén de los premios concedidos a Eneko Gil como Mejor Bailarín, y al vestuario de la obra).
Erritu (ritual en vasco) se nos presenta con la solemnidad de un gran ceremonial en el que pasado y presente se funden -ya hay bailarines en el escenario cuando entra el público- en una unidad en la que predomina la oscuridad sobre la luz y los ecos lejanos impregnan una escena poblada de sillas y algunas mesas que, probablemente en otro momento tuvieron su utilidad.
Sin referencias concretas a ninguna civilización, a ninguna época y a ninguna religión, las faldas largas y ceremoniales se alternan con prendas brillantes y contemporáneas del mismo modo que la voz del contratenor David Arzuza (al que ya escuchamos en Torobaka con Israel Galván y Akram Khan) nos traslada a mundos ancestrales con sus hermosos cantos plagados de ecos para luego dar paso a unas percusiones casi violentas; y del mismo modo que las tinieblas se iluminan de pronto con unas luces estroboscópicas capaces de congelar determinadas imágenes para la eternidad.
En cuanto a la coreografía, en lo que Kukai define como “un viaje vital que atraviesa los distintos estados de la vida a través de los ritos…” destaca, amén del trabajo de piernas y los saltos propios del folklore vasco -aquí unidos a algunos rasgos del folkore israelí-, la interacción entre el individuo y el grupo del que forma parte.
En el trabajo individual destacan las repeticiones, como las del bailarín que baila una sola frase coreográfica hasta llegar casi a la extenuación. Una muestra tal vez de ese tesón, de esa fuerza indesmayable que lleva al ser humano a superar cualquier obstáculo.
Pero es la pertenencia de ese ser humano a un grupo, a una tribu, lo que vemos por encima de todo en Erritu. En las escenas corales lo importante no es el unísono sino la trabazón entre todos los individuos, su disolverse en una fisicidad común, en una amalgama, a veces caótica y densa, a veces estética y jerárquica, donde unos cuerpos llenos de energía se apoyan, trepan o se lanzan sobre los demás cuerpos. Una fisicidad al más puro estilo Fridman, experto como sabemos en improvisación y, sobre todo, en la danza contact.
Con todo ello, y con la maestría y la buena factura que la caracterizan, Kukai ha creado un ceremonial laico y también bastante hermético; un viaje en el que los espectadores van entrando poco a poco, cada uno según su experiencia vital y estética, o no entran en absoluto.
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