Cuando Ion Beitia (Güeñes, Vizcaya, 1947) llegó a Nueva York en 1964, prontó los norteamericanos, tan amantes de las definiciones cortas, le apodaron el Nijinsky vasco, por las virtudes que tenía aquel bailarín que había recibido una formación única en su tiempo. "Aquel calificativo era una verdadera tontería, pero sí es cierto que mi preparación con Valentina Grigorieva había sido excepcional", recuerda el maestro de ballet. Beitia había nacido en una familia humilde y de niño le ingresaron en un orfanato que dirigía Valentina Grigorieva, una exiliada que se había refugiado en la España franquista huyendo de la Hungría comunista, donde había sido directora del conservatorio Baganova de Budapest. "A los 5 años, yo tenía un problema de pies planos y ella me empezó a atender, enseñándome la base del ballet, y me dio clases durante los siete años siguientes, hasta que pasé a otra escuela"
Pero no eran tiempos aquellos en los que se estimulase la afición por la danza clásica. "A los 12 años dejé de bailar porque en la escuela los compañeros me corrían a gorrazos y me decían de todo. Se puede imaginar lo que era un bailarín de ballet clásico en 1960", explica Beitia. Pero con el tiempo, la pasión por la danza pudo más que el miedo al rechazo social, y se incorporó a los Ballets de Olaeta, quizás una de las formaciones más importantes del panorama de las coreografías basadas en los bailes tradicionales vascos. Con este grupo fue de gira a Estados Unidos, contratado por un manager de origen judío, Albert Morini, que se dedicaba a la programación de espectáculos semifolclóricos.
Nueva York para un adolescente vasco en los años 60 era un imposible. "Ni se sabía que existía. Si ya considerábamos Salamanca como un lugar inaccesible, imagínese Nueva York". La experiencia fue muy dura porque, nada más llegar, Ion Beitia se puso muy enfermo porque su estómago no aceptaba aquel tipo de alimentación. Pero la curiosidad y la fascinación que provoca la sorpresa continua pueden con todo. "En aquella ciudad inmensa comprendí lo poquita cosa que somos, lo perjudicial de mirarse al ombligo continuamente", reflexiona.
Beitia llegó con Olaeta, pero prontó llamó la atención de otras compañías y al final acabó en el Geoffrey Ballet, que presentaba sus espectáculos en el Lincoln Center. "Tuve que recomponer todo mi sistema de aprendizaje y reestructurar mi cabeza: aquello era el mundo profesional y competitivo por excelencia. Me tuve que hacer un hombre rápidamente, porque los yanquis no esperan". Sin embargo, no tuvo tiempo para vivir la fulgurante vida de la escena underground neoyorquina. Ni la Velvet ni Andy Warhol. "Durante los diez años que estuve allí, mi vida era muy sencilla: de casa al teatro, del teatro a casa. No tenía tiempo para distraerme", recuerda.
En 1974 se casó y volvió al País Vasco para recuperarse de una dura lesión que había sufrido. "Estuve tres o cuatro años despistado, sin saber qué hacer y comencé a interesarme por las danzas tradicionales vascas desde un grupo que llamé Gure Ohitura. Me iba a los pueblos a vivir con la gente y conocer de primera mano sus costumbres". De aquellos recorridos por el País Vasco viene su recuperación para la danza del carnaval de Lanz o las mascaradas suletinas.
"Lo que me interesaba", explica, "era dar un sentido más comercial a aquellos bailes, subirlos al escenario y mostrar su evolución a partir de la música y los pasos tradicionales. Un poco al estilo de los ballets rusos". Ion Beitia preparó tres o cuatro coreografías, entre ellas, la de un partido de cesta punta que presentó en una gira europea con gran aceptación. "Creo que era un buen camino a seguir, pero me encontré con lo de siempre, que cuando les propuse la creación de un Ballet Vasco, me dijero que había que preservar el folclore. Me cortaron las alas rápido", resumen Beitia con desparpajo.
El bailarín de Güeñes no se muerde la lengua y habla con desenfado juvenil, quizás por el continuo contacto que mantiene con alumnos veinteañeros, como Iker Rodríguez, Mikel Jauregi, Ander Zabala, Mónica Zamora o Leire Ortueta, algunos de sus discípulos más notables, presentes en compañías de Viena, Londres, Nueva York, Oslo o Frankfurt.
¿La clave de su éxito? "Yo he trabajado con un estilo que en Europa no se ha aplicado hasta hace cinco o seis años. Es el estilo Balanchin [desarrollado por el coreógrafo ruso apellidado así], que en Estados Unidos es una práctica habitual en los niveles altos", aclara Ion Beitia quien además ha adaptado el Balanchin a su forma de pensar y de ver el ballet. "Al final he creado mi método, que forja un bailarín diferente con un estilo propio".