Ballet Nacional de Cuba

Intérpretes: Ballet Nacional de Cuba. Viengsay Valdés, dirección. Programa: Lover Fear Loss, cor. Ricardo Amarantes, música, temas de Edith Piaf. Tres prelucios: Ben Stevenson / Raschmaninov. Concerto DSCH, Alexeu Ratmansky / Schostakóvich. Séptima sinfonía, Uwe Scholz / Beethoven. Lugar: Baluarte. Fecha: 25 de mayo de 2023. Público: No llegó a tres cuartos (43 y 37 auros). No se facilitaron nombres de los solistas.

Beethoven no tuvo ninguna intención balletística al componer su séptima sinfonía; pero, después de ver la magnífica versión coreografiada de los cubanos, creo que Wagner acertó con bautizarla como “la apoteosis de la danza”. Vuelve la compañía cubana (Olite 1982 y 1988; Baluarte 2009, 2015), con la excelencia de su escuela, para nosotros, quizás, la mejor, porque han sabido dar una chispa inigualable de identidad nacional al academicismo clásico de otras escuelas, la rusa, fundamentalmente. Hoy el Ballet Nacional de Cuba –en su 75º aniversario–, trata de recomponerse de los diversos avatares de toda gran compañía: muerte de Alicia, algunas deserciones, etc. Pero, lo fundamental es que lo que hemos visto en Baluarte, sigue trasmitiendo esa gracia cubana que sabe imprimir al clásico. Porque el ballet clásico subyace siempre: dominio de puntas, con recorridos majestuosos del escenario no sólo en solistas, sino en el cuerpo de baile; giros múltiples como finales de frase, elevaciones atrevidas, cuadratura de la simetría, etc. En la luminosa –también por el buen tratamiento de la luminotecnia–, versión que hicieron de la Séptima sinfonía, el protagonista es el cuerpo de baile, (quizás, todavía no hay unos claros sustitutos a Marianella, Acosta, la directora actual… Alicia es insustituible), con algún solista más destacado, y, desde luego, unos demi-solistas, solventes. El cuerpo de baile se muestra, en su conjunto, con una estética algo disímil –si la comparamos con el equilátero rasero de otras compañías–, pero esto acaba resultando una virtud, porque a la férrea disciplina aprendida, se le imprime una libertad individual del bailarín, aun dentro del grupo. El gran éxito de la Séptima (entera) es que tanto la coreografía de Uwe Scholz, como su realización, están a la altura de Beethoven, ahí es nada. Beethoven queda siempre vestido de danza, incluso en esos momentos –muy logrados– en los que todos los bailarines se quedan quietos en un círculo, abducidos por al música, escuchado. Los cuatro movimientos fluyen con una belleza, agilidad y tensión, magníficos. La danza se apoya y depende de la partitura, no hay vacíos coreúticos. Al contrario, cada tema tiene su trazo, y la coreografía es rica, porque, así como los temas de Beethoven, por más que se repitan, no se agotan, aquí vienen bien esas repeticiones porque se goza, de nuevo, de lo visto. En estos momentos, a la compañía, que transmite juventud, luminosidad y brío, le van mejor los tiempos allegro: la alegría de bailar juntos, de transmitir energía. Esto lo demostraron, también en el cierre de la primera parte, con el concierto de Shostakóvich y la coreografía de Ratmansky: abstracta y esquinada, con una realización poderosa, exacta, sin trampas ni dobleces, rotunda en lo expuesto e impuesto, por el piano; con algunos detalles de puntas por el escenario que emulaban a las manos por las teclas. Abrió el programa un homenaje a Edith Piaf, con tres pasos a dos, bonitos, de fraseo fundamentalmente lírico, pero, todavía, sin la emoción del gran paso a dos. Y la famosa coreografía sobre la barra, de Stevenson, también en línea lírica. Un acierto ofrecer el piano en directo, en la primera; no se por qué no se hizo en la segunda (piezas para piano de Raschmaninov). Grabaciones, luces y vestuario, excelentes.

Sin duda una gran velada de ballet (sobre todo la segunda parte). Con un programa combinado, que es lo que se lleva por todas las compañías. Cada vez es más difícil ver una gran obra de repertorio (un Lago, por ejemplo). Quizás el público, en general, prefiera estos programas variados. La apoteosis también se dio en los aplausos.