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Hemen zaude: Hasiera Hemeroteka «La imagen del país vasco en el mundo de la danza es buena: los bailarines son conocidos como sanos y muy trabajadores»

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«La imagen del país vasco en el mundo de la danza es buena: los bailarines son conocidos como sanos y muy trabajadores»

Lucía Lacarra, Bailarina

Egilea
Jesús González Mateos
Komunikabidea
Deia
Mota
Elkarrizketa
Data
2003/05/17

Esta zumaiarra, que se sabe de pueblo y que quiere seguir siéndolo, que se siente vasca y que lo dice con orgullo, confiesa que está explorando «su camino personal, ese que todos tenemos en la vida, sin acomodarse o dejarse llevar por el halago fácil». Esta joven que se hizo mujer siendo niña a fuerza de responsabilizarse en el escenario, se sabe feliz de ‘‘turné’’ por la vida, «sin poder permitirse dejar el corazón en un sitio, pero añadiendo cosas por el camino».



¿Qué imagen se tiene en tu ámbito profesional de Euskadi?



En el mundo de la danza en el que yo me muevo hay una buena imagen del País Vasco porque, hoy por hoy, tenemos bastantes bailarines vascos en compañías por todo el mundo. En Alemania, en Holanda, en Inglaterra... lo cierto es está sonando el nombre del País Vasco por la danza en el extranjero. También existe el referente cultural del Festival de Cine de San Sebastián. Creo que, en general, la imagen, como digo, es buena, también porque los vascos somos gente que trabajamos con tesón y que nos esforzamos por lograr lo que queremos. Los bailarines vascos son conocidos por ser naturales, sanos y muy trabajadores.



¿Qué recuerdos te quedan de tu infancia en Zumaia?



Me quedan recuerdos buenísimos, tuve una infancia de lo más feliz. Por suerte o por desgracia, no pude empezar a bailar hasta los nueve años porque en Zumaia no había escuela de baile. Creo que más bien por suerte pues hoy los niños empiezan desde muy pequeños a hacer ballet y es demasiado temprano ya que, aunque yo desde muy pequeñita tenía claro que quería ser bailarina, es bueno tener una infancia normal. Esos niños que empiezan a trabajar en serio igual se queman en un futuro. En el País Vasco, ahora que he vivido en grandes ciudades y en países de todo el mundo, sea Francia o Estados Unidos, te das cuenta que se da mucha importancia a los niños y que los ves aún en la calle, desde pequeños jugando en la calle. Zumaia es un lugar ideal, donde puedes crecer con tranquilidad, donde los niños tienen esa independencia necesaria para sus juegos de amigos...



Cuando te empezaste a subir a las puntas y te sangraban los dedos, ¿qué órdenes le dabas al cuerpo para seguir bailando? ¿qué te motivaba?



La verdad es que fue muy duro al principio. Tengo todavía el recuerdo del primer cursillo en que empecé a trabajar en serio con las puntas y tenía los diez dedos abiertos. Era incapaz de ponerme zapatos, iba con chancletas y era un dolor desconocido para mi, porque el dolor que te causa una ampolla o una herida abierta en un pie, no te permite pensar en otra cosa. Pero, como en todo, te acabas acostumbrando. Hoy puedo tener uñas encarnadas o callos... no tengo pies de modelo, tengo unos pies terribles...



Pero ahora ya conoces la recompensa, ¿de pequeña qué te movía a seguir?



Sinceramente, yo tenía tantas ganas de bailar que tener las zapatillas en los pies era la mayor recompensa del mundo. Me acuerdo de ver en libros fotos de bailarinas y niñas con puntas, y para mi era un sueño. El primer par de zapatillas que me compró mi madre las puse encima de la cama y no paraba de mirarlas, eran mías. Aún sufriendo, tenía los pies dentro y estaba encima de mis puntas. El dolor y la recompensa venían juntos. Yo me sentía bailarina porque tenía los pies destrozados. El orgullo de tener los pies en sangre porque he dado una clase de puntas... Era feliz.



Si te digo Ullate, ¿qué me dices?



En mi carrera ha habido puntos muy importantes que me han marcado y uno de ellos ha sido Ullate, por supuesto. Ha sido un profesor maravilloso que me ha dado una base, lo que dura para siempre, el principio, aprender a utilizar tu cuerpo y la disciplina, las horas de trabajo, la seriedad y, sobre todo, Víctor Ullate fue la primera persona que me dio un voto de confianza y me puso encima de un escenario. Tenía quince años, me sacó de las escuela y me incorporó a su ballet como meritoria y eso me ayudó a empezar a desarrollar mi autoestima, algo imprescindible para un bailarín porque tienes que creer en ti para estar en el escenario. Siempre he tenido un carácter muy decidido, sin miedo a afrontar las situaciones. El día del estreno de primer espectáculo claro que me dije: «adónde voy, no estoy preparada para esto», pero me respondí: «esto es lo que siempre he querido y si él cree que estás preparada, venga».



¿Y qué sentiste cuando te viste ante Roland Petit?



Fue muy diferente, me sentía profesional, llevaba tres años como profesional y cuando fui donde Petit iba ya en búsqueda. Una de las cosas más importantes en la vida y tu profesión, es saber lo que quieres. Después de tres años bailando donde Víctor, me di cuenta de que lo que me atraía era interpretar, que me dieran un papel, algo que me permitiera sumergirme en otro personaje. Cuando llegué a Marsella y tuve el primer contacto con Roland me encontré con un verdadero genio de la danza, genio coreográfico en persona, que no hay tantos del pasado siglo, con ese talento. Es difícil de explicar pero todo se hizo en el primer contacto, algo muy intenso porque Petit era muy visual, o lo veía todo a primera vista o no había nada que hacer. La relación que tuvimos en los años que estuve allí fue muy especial: él se sintió totalmente inspirado por mí y yo, inspirada por el repertorio que me daba. Me dio la oportunidad de sentir en escena y, lo más importante, estar en un escenario sin hacer nada, sin dar ningún paso e interpretar, transmitir al público lo que estás sintiendo... eso es lo más difícil: estar ante dos mil personas y rellenar con tu forma de andar, de mirar y gesticular la escena. Para él lo más importante era la fuerza interior, la personalidad del bailarín. Me absorbió esa forma, no sólo de hacer un movimiento, sino de sentirlo. Ese es el espacio que dista entre un bailarín sin más y un verdadero artista.



Supongo que ese proceso culmina cuando el gran maestro de la danza contemporánea, Roland Petit, crea para ti un ballet, ‘‘El guepardo’’.



Por supuesto, es lo más interesante que te puede ocurrir, es un proceso mutuo, él no era el típico coreógrafo que quiere sólo que des el paso exactamente como él lo ha pensado. Con Roland era totalmente diferente, tenía la imagen del efecto final, enseñaba los rasgos de lo que quería hacer y me pedía que lo interpretara a mi manera. Un proceso creativo entre el creador y el bailarín, en el que los dos se alimentan mutuamente. Yo ponía en forma física lo que su cerebro pensaba y él se inspiraba en mi para crear los siguientes pasos.



De ahí el salto a Estados Unidos, a la costa del Pacífico, a San Francisco, ¿otro mundo, otros métodos?



Sí, siempre he dicho que en este mundo de la danza la única riqueza que puedes tener es la diversidad de estilos y la posibilidad de trabajar en diferentes compañías, con diferentes coreógrafos, diferentes directores y diferentes métodos de trabajo. Tras tres años con Roland, había hecho todo el repertorio de la compañía, me sentía muy joven, con mucha fuerza para empezar de cero y, sobre todo, para abordar un repertorio clásico que aún no había hecho. Empecé en una compañía de cero, sin ninguna idea hecha sobre ti y con todas las posibilidades de demostrar lo que era capaz de hacer. En Europa, Roland me había dado un nombre. Pero llegó un momento en que yo quería saber si mi éxito se debía a Roland o a mí misma. En América, no me conocía nadie, es un mundo muy competitivo, muy duro, pero era ideal para saber lo que era capaz de hacer por mí misma. En Europa te cuidan mucho más, te miman más, en Estados Unidos lo que haces es por ti y para ti, nadie te obliga a trabajar, eres profesional. Muchas horas de ensayo, horas extra, pero te das cuenta de que lo que trabajas es por ti mismo. Cogí una responsabilidad que me ha sido luego muy útil.



¿Entonces te sentiste con la posibilidad de volver a Europa como solista, como estrella de un gran ballet, en la soledad y la responsabilidad de la primera figura?



El éxito y, en cierta manera, el boom que se produjo allí fue un verdadero espaldarazo. Cinco años de trabajo por mí misma, no por estar en mi país o por estar con Petit. Me dio la seguridad y confianza necesaria para asumir otra vez nuevos retos, hacer cosas nuevas, tenías ganas de volver al trabajo artístico, más dramático, con más interpretación y para eso había que volver a Europa. Europa es mi casa y, además, después de viajar continuamente doce horas de avión te cansas...



Si le preguntan ahora a Lucía Lacarra qué caminos está explorando, ¿qué diría?



Sinceramente, diría que estoy explorando mi camino. Cada persona, en su vida y en su profesión, tiene un camino y yo siempre he tenido muy claro lo que quería hacer. He tomado decisiones muy difíciles siendo muy joven, porque dejar la primera compañía cuando tienes 18 años es complicado. Yo no quería acostumbrarme, acomodarme, es muy fácil dejarse llevar, pero yo soy muy cabezona, soy vasca y siempre he seguido para adelante. Ahora, cuando recibo un premio, me levanto al día siguiente como si no me lo hubieran dado, me olvido y sigo trabajando igual que antes.



Pero alcanzar los máximos galardones mundiales de la danza como el Nijinsky o el Benois, ¿te sirven de acicate?



Si, son una motivación, aunque la mayor satisfacción que puede recibir un bailarín es el aplauso del público, es lo mejor que deseas y esperas. El agradecimiento de tu mundo, de los expertos, de la crítica, es sentirse reconocida por tu propia gente que suele ser la más difícil. Pero es igual que cuando has tenido una buena representación, a la mañana siguiente tienes que hacer la clase con la misma disciplina y seriedad porque, si no es así, probablemente no bailarás igual de bien que ayer. Lo que me ha ayudado a no cambiar y ganar equilibrio en mi forma de ser y de vivir mi profesión, es que vivo los momentos de éxito al cien por cien pero, aunque me da más responsabilidad, no pienso más en ello.



¿Cuál es la magia del ‘‘fueté’’, el equilibrio, la armonía o el ritmo?



Las tres cosas.



¿Pero antes el equilibrio?



Para un ‘‘fueté’’, que son treinta y dos giros, no necesariamente...



Tómatelo como una metáfora, me refiero al ballet...



Primeramente, el equilibrio es esencial. Tienes que conocerte, cada cuerpo es diferente, cada par de piernas, cada espalda. Saber como tienes que trabajar tu cuerpo. Yo, por ejemplo, tengo un cuerpo muy elástico, tengo hiperextensidad en espalda, en rodillas o en brazos y he tenido que aprender a trabajar los equilibrios de mis rodillas de soporte sin estirar a fondo y pensar que, por tener una espalda tan flexible, he tenido que hacer mis cien abdominales diarios para fortalecerlos y que sujeten mi espalda. Aprender de tu cuerpo y de tus capacidades, asumir tus defectos y transformarlos, ser realista con lo que puede hacer tu cuerpo, eso ayuda a no estar frustrado. Cada bailarín es diferente y tienes sus cosas únicas... Eso es lo que hay que buscar.



Cuando has logrado ese equilibrio físico, técnico, ¿cómo se logra ese punto más allá de conexión con el público para transmitir sensaciones a través de tus movimientos y de la música?



Eso es algo que se tiene que tener, es como lo del empeine, se tiene o no se tiene. Yo he visto a lo largo de los años bailarines técnicamente fantásticos, físicamente perfectos, capaces de hacer cosas que tú no lograrías ni en los mejores sueños y que, sin embargo, te dejan fría. Era como ver una competición, pero no había arte. En la danza, el bailarín es la interpretación física de la música. Alargar una nota con el movimiento de tu cuerpo, como lo hace un instrumento. Y después bailar con tu corazón y con tu alma. Después de trabajar horas y horas en ensayos y clases, en el escenario debes dejarte llevar por tu fuerza artística, eso es lo que percibe la gente, lo que les hace llorar.



De todas maneras, después de escucharte es difícil que me convenzas de que el ballet no es primero disciplina, luego disciplina, después disciplina y, al final, arte.



Hay gente que lo ve así, pero para mi es, primero, arte y, dentro del arte, disciplina. A mi me ha atraído el arte y la disciplina la he aprendido desde pequeña.



Ante alguien que no sabe nada de ballet, que por desgracia es la mayoría, ¿hay que enseñarle o provocarle para que vaya a ver un ballet?



Hay que incitarle porque el ballet no hace falta aprenderlo. Yo lo he visto en Zumaia, la gente del pueblo, mi propia familia que no sabía nada, salvo la danza que está en nuestras raíces, es popular, pero el ballet lo han visto como algo raro, con mucho respeto que les lleva a decir «no entiendo». La gente tiene que ir a ver un ballet dejándose llevar y decir si les ha gustado o no, libremente, igual que una ópera, un cuadro o una película. Cuando voy al País Vasco, yo veo interés, la gente llena los teatros, ahora lo que hace falta es que se fomente, que haya más danza, que se den más espectáculos.



¿A qué nivel están tus tentaciones coreográficas?



A ninguno, a cero bajo cero. La gente está un poco equivocada, bailarín y coreógrafo son dos carreras diferentes, yo siento la necesidad de interpretar artísticamente las coreografías, las creaciones de otras personas, pero no tengo su necesidad creativa cerebral. Son dos mundos aparte y hasta contrarios. No entiendo a estos bailarines que, de la noche a la mañana, pasan de bailar a la coreografía. Cuando deje de bailar, sí me gustaría ayudar a otros a sacar lo que llevan dentro...



Tercer acto: ¿Qué haces para andar por el mundo de escenario en escenario y seguir sintiéndote ligada a tu tierra a tus gentes?



Es muy sencillo, me siento vasca porque lo soy y me sentiré siempre vasca. No solo el hecho de nacer te da el sello en un pasaporte, son muchas otras cosas, la genética de tu lugar, de los que quieres. Sigo muy ligada a mi familia, algo tan importante para los vascos, lo que te ayuda a tener los pies en la tierra. Igual me siento más vasca que mucha gente que vive allí porque me tuve que ir muy joven. Siempre valoras más lo que te falta que lo que tienes y no le das importancia. Con mi madre, por ejemplo, tengo una relación casi telepática, nos llamamos al mismo tiempo... Me separé de ella a los 14 años y me ha faltado siempre a mi lado, por eso he creado una relación de necesidad, muy estrecha. Es como un ancla que se agarra a un mundo real, sobre todo en un mundo tan difícil como la danza, cuando eres muy joven y abres tu corazón en un escenario te conviertes en un ser muy vulnerable. Tengo un carácter muy vasco...



¿Cuáles son esos valores que destacarías de lo vasco?



En primer lugar, que somos muy reales. No tengo un gramo de hipocresía, cuando pienso algo, siente bien o siente mal lo digo y eso es muy vasco. Un vasco, al no ser hipócrita, no se abre a todo el mundo, pero cuando conoces a alguien de verdad y le quieres, le das todo lo que tienes. Primero, conocer y, luego, darse, hay que ganarse la confianza de los vascos. Me sigo considerando una persona de pueblo, soy una zumaiarra y no tengo ninguna gana de cambiar. En el pueblo tienes valores de lo verdadero, de lo natural y el mayor piropo que se me puede decir es el que me dice mi madre: «desde luego no has cambiado nada».



¿Cuál es el color de Euskadi?



El rojo, el rojo de Zumaia. Yo adoro el rojo, es muy especial, tiene mucha fuerza.



¿Dónde tienes el corazón?



En muchos sitios y, a la vez, reunido. Tengo lugares, momentos y gentes en mi corazón. Nunca me he podido permitir dejar el corazón en un sitio, lo he llevado conmigo pero he ido añadiendo cosas por el camino.



¿A quién se lo enseñas?



A toda la gente a la que quiero, no tengo problema en mostrar mis sentimientos, las palabras solas son muy fáciles, tienes que demostrar con hechos. Desde muy pequeña he sido la mimosa de la casa...



¿Qué es la honradez?



Es todo, indispensable, tanto con los demás como contigo mismo. Hay muchas personas que se mienten a sí mismas y no son felices y para ser feliz hay que ver la verdad de frente.



¿La firmeza?



Necesaria en su justa medida. Está bien ser firme en tus convicciones, pero no caer en cabezonería gratuita. Una cosa es la firmeza y otra el orgullo de no equivocarse nunca. Soy vasca y, por tanto, firme en mis convicciones, pero no se me caen los anillos por reconocer mis errores. Solo los genios cambian de opinión.



¿Entonces entiendes el valor máximo de la tolerancia?



Totalmente, con los demás y conmigo misma, porque para aguantarme a veces... (risas). Vasca y aries.



¿Tu mayor ambición?



La estoy viviendo, lo que estoy haciendo.



¿Qué te hace feliz?



Muchísimas cosas, sencillamente vivir la vida que estoy viviendo.



¿Qué es lo que más aborreces?



La hipocresía.



¿Hay mucha mentira en el mundo artístico?



Sí, mucha, hipocresía es una de las primeras palabras que aprendes cuando empiezas a bailar. Las caras de cumplidos y sonrisas complacientes los días que peor bailas. Y también hay mucha falsa importancia, egocentrismo. No somos más que nadie como para darnos tanta importancia. Necesitas autoestima encima del escenario, pero cuando bajas eres una persona normal y corriente.



¿Hacia dónde crees que va Euskadi?



Hacia delante. Es un país con un pasado muy rico, con unas raíces que muchos otros países querrían tener. Es gente que cree en sus tradiciones y en el futuro, que están desarrollándose, que están abriendo sus puertas y sus mentes. Hoy los vascos sienten orgullo de ver vascos triunfando en todo el mundo, llevando el nombre del País Vasco por todo el mundo.



¿Tu obra favorita?



‘‘El lago de los cisnes’’. La imagen del cisne blanco es la imagen de la bailarina, me sigue emocionando.



Una película...



‘‘Lo que el viento se llevó’’. Me gusta su tesón, me siento identificada con la mujer que por lo que quiere lucha por todos los medios.



Un libro...



‘‘Ana Karenina’’.



¿Te queda por decirme algo que no te haya preguntado?



No se me ocurre...



Agur.



Agur.

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