En Moríos, Anna Maria Ricart (Barcelona, 1968), autora, entre otras, de las obras Encara hi ha algú al bosc y de Fuenteovejuna, breve tratado sobre las ovejas domésticas (Max 2015 a la mejor adaptación), plantea lo mucho que en los últimos años ha cambiado la percepción de las personas mayores en el mundo occidental. De ser considerada una figura de autoridad moral a la que se le atribuía sabiduría y experiencia y que desempeñaba un papel central en la estructura familiar, “ha pasado a ser una persona inútil, que no entiende cómo funciona el mundo y a quien debemos apartar para que no moleste”, señala la dramaturga. “Les hemos arrebatado la voz a los ancianos; los hemos infantilizado e incluso invisibilizado”, lamenta Ricart, que se enfrenta al edadismo empleando la forma imperativa del verbo morir, como si fuera un deseo macabro que la sociedad capitalista murmura cada vez que se habla de los costes que acarrea que cada vez vivamos más. 

En el dossier de ‘Moríos’, indica que esta es una obra que fija su mirada en los viejos, así, sin medias tintas ni eufemismos. ¿Si queremos resolver algunas problemáticas, deberíamos empezar por llamar a las cosas por su nombre?

–Exacto, sí, sí. Es que las personas a una cierta edad son viejas y nosotros también lo seremos. Debemos quitarle esa pátina negativa a la palabra. No pasa nada. Ser viejo está bien porque significa que has llegado a una edad determinada y no te has muerto antes.

Muchas veces, utilizamos la expresión ‘personas mayores’ para ser políticamente correctos, aunque casi siempre se queda en eso, en maquillaje, y casi nunca vamos más allá ni acometemos reflexiones o acciones para mejorar su vida.

–Así es. Esta obra salió durante la pandemia al ver lo que pasó con nuestros viejos. Entonces, empezamos a darnos cuenta, aunque fuera algo absolutamente conocido, de cómo estábamos tratando a esa generación. Antes, seguramente porque la sociedad era diferente, a los mayores los teníamos en casa hasta que morían. Y ahora el mundo es distinto, la mujer trabaja y, por tanto, no puede estar en casa para cuidarlos. Aparte de eso, no hay que olvidar todo lo que pasó en las residencias durante la pandemia. Ese trato también es un reflejo de cómo es nuestra sociedad, en la que desechamos y dejamos de lado aquello que ya no sirve, que ya no es útil, en lugar de ver que esas personas son un pozo de sabiduría y muchísimas otras cosas positivas. En esta sociedad capitalista, ellos ya no son productivos y por tanto los apartamos. A partir de esa idea nació Moríos.

Anna Maria Ricart, dramaturga.

Anna Maria Ricart, dramaturga. Cedida

Vivimos en una sociedad que rinde culto no tanto a lo joven, que también, como a lo nuevo.

–Sí. Y esto viene propiciado por la sociedad tan rápida que hemos creado. Todo se gasta muy pronto, nosotros también, y siempre tiene que venir algo más joven o, mejor, algo diferente, nuevo. Esta obra lo que quiere es reivindicar esta mirada hacia todos nosotros, que en todas las etapas de la vida somos gente bonita e interesante, con cosas que hacer, que decir y que dar todavía al mundo.

Muchas personas mayores murieron durante la pandemia, solas en muchos casos. ¿Hemos aprendido algo de lo que sucedió?

–Parece que no aprendemos. Se nos ha olvidado porque, en aquel momento, todo el mundo dijo aquello de ‘saldremos mejores’. Y, bueno, en lo que se refiere a nuestros viejos no hemos salido mejores. Entonces vimos muchas situaciones de soledad, cómo se les discriminaba por su edad a la hora de llevarlos al hospital... El confinamiento fue como un paréntesis en nuestras vidas y ahora seguimos igual que antes. Evidentemente, en la obra generalizamos, sabemos que hay gente que trata a sus viejos de manera maravillosa, pero hemos querido centrarnos en dos tipos de problemas.

¿Cuáles son esas dos historias?

–Por un lado, abordamos el tema de la soledad a través de la historia de Imma, una mujer mayor que vive sola. Esto pasa mucho porque hay quienes se han quedado sin familia o quienes ya no se entienden con el banco o incluso quienes no pueden bajar las escaleras para ir a comprar y se aislan. La segunda historia se sitúa en una residencia. Somos conscientes de que hay muchas que funcionan muy bin, pero también de que hay otras donde los viejos son infantilizados y sobremedicados y se les uniformiza para que la gestión sea más fácil. En la residencia están, claro, los cuidadores, que muchas veces son tan pocos y van tan saturadísimos de trabajo que no pueden atender como deberían. 

¿Qué hay de la parte física?

–Una de las cosas que teníamos muy claras era que, por ejemplo, lo que me diferencia a mí, que tengo 56 años, de una persona de 80 básicamente es el cuerpo. Habitualmente, calificamos a la gente como vieja o joven por su apariencia, y eso que una persona de 80 años puede tener una mentalidad de una de 25 y ser rápida y curiosa, pero la clasificamos por su físico. Por eso, porque queríamos poner el cuerpo en el centro, contactamos con la coreógrafa Sol Picó.

En nuestra sociedad se tiende a esconder el cuerpo de las/os viejas/os.

–Exacto, por eso quisimos trabajar a partir del cuerpo de esas personas.

Y tampoco suele haber muchas oportunidades para intérpretes de determinada edad.

–El objetivo era poner cuerpos viejos en escena, sí. Aparte de Magda Puig y Erol Ileri, que hacen de cuidadores, los demás intérpretes son gente mayor. Como Imma Colomer y Oriol Genís, que son los más actores, ya que el resto son más bailarines; personas que habían bailado y que aquí también interpretan. Es muy interseante ver como las que habían trabajado con su cuerpo afrontan ahora una época diferente.

¿Teniendo en cuenta las generaciones a las que pertenecen, se aborda el tema de la desigualdad entre mujeres y hombres?

– No específicamente. Es que hay tantos temas... También el de la sexualidad de la gente mayor, que está muy poco tratado porque se esconde... El de la igualdad no lo quisimos tratar porque pensamos que si lo poníamos como algo más, quedaría como mera anécdota. 

Antes se nos educaba en el respeto a los mayores. Quizá no hay que llegar al extremo de nuestros padres, que hablaban a los suyos de usted, pero de ahí a perder esa consideración hay un trecho. 

–Sí. Por ejemplo, al personaje que interpreta Oriol lo meten en una residencia y él no lo entiende porque tiene cinco hijos y unos cuantos nietos. Se pregunta cómo es que, teniendo una familia, le han dejado aparcado allí. Al final, en una residencia también hay soledad, solo que compartida. La relación que tenemos ahora con nuestros viejos ha cambiado mucho. Antes, las casas eran más grandes, las diferentes generaciones vivían juntas y eso tenía su parte positiva, porque, para los nietos, sus abuelos eran unas figuras muy importantes. Y quizás también se educaba para respetar más a la gente mayor, sí.

La situación es, sin duda, evidente en ámbitos como el trabajo, donde a la gente mayor se la aparta de sus responsabilidades. Incluso ya existe un ‘-ismo’ propio para definirla: edadismo. 

–Es lógico que tengan que entrar nuevas generaciones y que estas vayan asumiendo roles directivos, ciertos trabajos, etcétera, pero no debería ser a costa de aparcar a los viejos, dejando fuera toda su experiencia.

Seguramente habrán ido viejas/os a ver la obra, ¿pero hasta qué punto es importante que la vea también público joven?

–Es muy importante. En ningún caso hemos querido hacer una obra de viejos para viejos. Esta historia también tiene que ver con los jóvenes, que algún día serán viejos. En Moríos, verán a los viejos como no los han visto nunca y oirán cosas que está bien que escuchen. Y, a nivel de factura, esta es una propuesta que les puede llegar mucho. Toda la parte de cuerpo, de danza, de movimiento es muy interesante de ver y, aunque tratemos un tema muy serio y, a veces, triste y oscuro, es una obra donde también hay luz y donde la gente mayor dice ‘tengo ganas de vivir’ o ‘lo que yo quiero es bailar’.