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La Soka-tira de Okinawa
Pablo A. Martin Bosch, “Aritz”
La soka-tira debe su nombre al euskara – hay quien la deriva del celta suka – o vascuence soka (soga, cuerda) y el verbo tirar, viniendo a significar el juego, deporte e incluso ritual de tirar de una cuerda. Esto, que pudiera parecer trivial a quien se acerca por primera vez al evento, se va complicando hasta extremos inconcebibles toda vez que nos adentramos más y más en el tema.
En principio, la soka-tira se debe considerar como todo ejercicio realizado sobre una cuerda tirando hacia sí. Da lo mismo si ésta se encuentra amarrada a un peso fijo o a uno móvil, si lo que se pretende es saber el tiempo que aguantará quien tira hasta desfallecer, o si lo que se quiere es arrastrar un elemento, o si, por el contrario, quiere mostrarse la fuerza de un grupo frente a otro.
Un ejemplo del primer caso lo encontramos en algunos concursos actuales donde el o los participantes deben – supuestamente – arrastrar un objeto oculto a su vista y que puede ser fijo, de manera que lo que se mide es la resistencia antes de ceder a la evidencia. Puede tratarse de una broma, o de un concurso televisivo, o de ambas a la vez, pero – hemos de decirlo – no es lo habitual en la cultura tradicional.
Cuando hablamos de arrastrar un peso puede hacerse mediante la fuerza animal o la humana. Encontramos así a burros, caballos, bueyes, elefantes u otro animal unido de algún modo al objeto de arrastre (por ejemplo piedras, o fardos de paja, o carretas, etc.) y guiados por una persona. En el País Vasco suele ser una buena excusa para realizar una apuesta.
En el caso de enfrentarse los humanos, su finalidad pudiera parecer que fuera la de demostrar la fuerza o habilidad frente al contrincante. Existen referencias al juego – motivo también de apuestas – de enlazar los dedos y tirar cada uno hacia sí hasta que un contrincante se da por vencido; la misma práctica la podemos ver uniéndose ambos mediante una cuerda, teniendo idéntico final, y, por último, observamos a un grupo enfrentado a otro, sin variar su meta: se trata de demostrar quién es más en tirar del otro. Es a este tipo de ejercicio al que nos referimos con propiedad al hablar de la soka-tira: dos grupos más o menos homogéneos que tiran de una soga, situados en los extremos de la cuerda, y que se empeñan en atraer hacia sí al contrincante.
Sin embargo no siempre se busca el mismo objetivo, ni se realiza de modo semejante, ni los grupos son homogéneos, ni se ejecuta en un tiempo más o menos festivo como parte de un juego o deporte rural.
El origen del tira y afloja entre dos grupos es totalmente desconocido. Algunos autores han encontrado evidencia de su práctica en Egipto (2.500 a.n.e.), en Grecia (500 a.n.e.), en China (siglo XII), y, posteriormente, en otros lugares de Europa, Asia, América y África[i].
Por lo general, al tratar sobre la sokatira nos referimos al tirar de la cuerda hacia sí para mostrar su fuerza, esto encuentra una base también en las actividades sociales. Los pescadores debían tirar con fuerza de ambos lados de la ballena a fin de separar sus trozos, lo mismo que los esquimales tiran de la foca para despellejarla, o del tirar de la soga amarrada a los buques para llevarlos a puerto (la sirga).
En otras ocasiones, sin embargo, el objetivo no es el mostrar la potencia de los contrincantes, sino escenificar un ámbito más amplio como es el predecir la climatología o simplemente realizar un ritual. Entre estos podemos contar con la sokatira de Okinawa, que es la que en estos momentos nos interesa.
Okinawa es la isla más grande del archipiélago que se encuentra en el extremo sur del actual Japón. Antiguamente fue un reino independiente llamado Ryukyu, gobernado por los caciques locales (aji) que luchaban entre sí por el control de las tierras y los castillos (gusuku)[ii].
Hasta el siglo XI los útiles más comunes eran realizados con madera y hueso, hasta que el hierro fue importado de Japón[iii].
A lo largo de los siglos siguientes (XII y XIII) la región se vio sumergida en una serie de guerras civiles que concluyeron con la instauración de tres reinos diferentes en el siglo XIV.
Sobre el siglo XIV se dividió en tres reinos, que no lograron el protectorado de China, cada uno por su lado, antes de 1372, manteniendo relaciones económicas y culturales que han incidido en su arquitectura y su pensamiento, y que permitirán el traslado de las artes marciales (el karate) del continente a las islas[iv]. En 1389 el rey Satto establecerá relaciones asimismo con Corea y con Japón debido, sobre todo, a los intereses comerciales de los isleños. Es una época en que la productividad agrícola aumenta ostensiblemente.
Es a partir de 1372 cuando los gobernantes chinos conceden el título de rey al gobernante de Ryukyu, de manera que entre 1392 y 1866 son los funcionarios continentales quienes delegan el poder por 23 veces consecutivas en las autoridades locales.
En 1392, y a petición del rey Satto de Ryukyu, un grupo de inmigrantes chinos se instaló en Kumé. Este conjunto fue el encargado de la administración de justicia y la redacción de las leyes, lo que acentuó su dependencia con respecto a la metrópoli.
A principios del siglo XV Sho Hashu logró unificar los reinos de Okinawa.
En 1429 los tres reinos lograron la reunificación efectiva tomando el nombre de Ryukyu e intensificando sus relaciones con el continente. En ese tiempo se prohibió el uso de las armas, siendo una época de paz y esplendor en las artes.
En 1469 concluye un espacio de convulsiones civiles al tomar el poder Kanamaru bajo el nombre de Sho En, cuya dinastía perdurará hasta el siglo XIX.
En el siglo XVII (1609) fue invadido el reino por Japón, sin apenas oponer resistencia. Japón se cerró sobre sí misma y abandonó el comercio con el exterior, no así el archipiélago que, bajo el nombre de Ryukyu continuó comerciando con China. Esta situación inestable duró hasta que en 1850 el comodoro Matthew Perry obligó a los nipones a abrir los puertos para que pudieran repostar y reparar los barcos mercantes estadounidenses y, por extensión, al resto de los extranjeros. En 1879 las islas fueron anexionadas a Japón, instaurándose la prefectura de Okinawa. A partir de entonces se estableció una severa política de unificación cultural nipona, prohibiéndose las manifestaciones culturales autóctonas – lo mismo que sucediera con los ainu del norte – a favor del centralismo. Dicha situación se prolongó hasta el final de la segunda guerra mundial, año en el que los estadounidenses invadieron la isla para abrir el camino a los bombarderos que despegaban hacia el corazón del imperio enemigo.
Hasta finales del XIX – por tanto –Ryukyu vivió bajo una doble dominación (China y Japonesa), lo que imprimió carácter a su forma de ser.
Se trata, pues, de un archipiélago que posee una cultura diferente a la japonesa y que algunos autores han puesto en relación con la de los ainu, además de la china y la filipina. Dichas peculiaridades de los okinawenses se materializan en el karate, las danzas, y la sokatira. Esta última la hemos tenido ocasión de ver, y también de participar, el verano de 2008, y que pasamos a describir.
El trenzado de la cuerda ha llevado horas, o incluso un día entero o más, por lo que la vemos envuelta en plástico para que no se moje. Se trata de una cuerda de aproximadamente medio metro de grosor por unos ochenta de largo, de la que cuelgan sogas más delgadas que permiten su transporte. Son dos, una aparcada junto a la otra en un recinto cerrado. Cada una tiene en su cabecera un círculo hecho del mismo material y un símbolo característico que identifica la soga masculina y la femenina, si bien los participantes de ambos sexos completan cada uno de los grupos. No es una cuerda para hombres y la otra para mujeres, sino que es ella misma la que tiene género.
La gente tiene un papel que cumplir en la celebración, desde los más pequeños hasta los más ancianos, cada uno conoce su lugar y todos ellos lo hacen a la perfección.
Mientras tanto, la larga cuerda no se puede tocar, pues sería un mal augurio.
Las mujeres del pueblo – debe resaltarse que participa todo él – se preparan a un lado de la carretera, dan los últimos retoques a sus vestimentas e incluso se sacan fotografías y permiten a los turistas que hagan lo mismo.
Los niños se van agrupando en torno a algún hombre mayor con instrumentos musicales – más bien ruidosos – que acompañan a las comparsas.
Son cerca de las tres de la tarde, y unos participantes se nos acercan ofreciéndonos camisetas de color azul – las otras serán amarillas – y unas pequeñas toallas con que secarnos el sudor. Es la forma de entrar a formar parte del grupo y de la celebración, y, tras un momento de duda, lo aceptamos como un signo de identidad. Ya podemos entrar a formar parte de una de las caravanas protagonistas de la jornada. A nosotros nos ha tocado el lado masculino (vestidos con blusas azules, frente a las amarillas del oponente femenino).
La fiesta comienza al retirar los plásticos que protegen las gruesas cuerdas. A continuación, una multitud de más de cien personas se acerca a las pequeñas protuberancias que exceden de la misma y empiezan a portarla fuera del recinto hacia un extremo de la calle, y se detienen.
Da la impresión de que la festividad va a centrarse en el cruce de caminos, pero no es así. Las cabeceras se clavan literalmente en el suelo y vuelven a por la otra.
Algunos de los que han trasportado este primer símbolo se han detenido, han alzado su extremidad (masculina o femenina), y la han fijado con estacas. El resto deambula por los alrededores esperando el siguiente acontecimiento. Algunos participantes sitúan en la cabecera una especie de veleta coronada con una bandera. Este hecho parecería corroborar la idea de que la celebración se vaya a consumar allí mismo, pero no.
Las banderas chocan con los cables eléctricos – elevados debido a la seguridad ante los terremotos –: es más fácil reparar una avería aérea que una subterránea.
Los colaboradores vuelven al lugar de origen en busca de la segunda soga, la cogen, la levantan, y la llevan al extremo opuesto de la calle respecto a la primera, quedando ambas cabezas separadas por sus respectivos flagelos. Y hacen lo mismo que con la anterior. Quien lo ve desde el exterior no tendría ninguna duda de que la fiesta se iba a consumar allí mismo. Nueva equivocación.
Los cofrades se dividen entre quienes portarán el elemento masculino y quienes harán lo propio con el femenino, y cada uno completará un circuito diferente: unos hacia la derecha y otros hacia la izquierda a partir del local de origen, unos de azul y los otros de amarillo.
Mientras se acarrea la pesada cuerda, los participantes van gritando para darse ánimo “haia, haia, haia” y, de vez en cuando, se detienen. Es el momento en que las mujeres realizan unas danzas pausadas (son mujeres de diferentes edades), y los niños – dirigidos por un mayor — tocan sus instrumentos estridentes.
Las danzas femeninas consisten en pausados movimientos de vaivén en los que resaltan los movimientos de las manos.
Nuevamente se alza el instrumento (masculino o femenino), y se desplaza por el recorrido marcado, hasta llegar a otro lugar en el que tomar un refrigerio que suele consistir en té, agua o cerveza.
Esta situación de llevar la cuerda va repitiéndose hasta alcanzar el lugar central de la celebración en un campo de deportes del colegio local. Su recorrido ha durado casi tres horas en las que hemos visto las danzas de mujeres, los ruidos de los niños y el portar del estandarte del pueblo (o de la parte masculina – o femenina – de él).
En el campo de la competición aparecen, por un lado, el grupo femenino y, por el otro el masculino. Ambos se acercan poco a poco, y se re-huyen. No parece que haya una simbiosis entre ambas fuerzas. Se deja lugar a las banderas de ambos bandos (primer gran momento) que e acercan y se separan sin llegar a una victoria clara de ninguna de ambas en clara muestra de habilidad para portar el estandarte sobre una sola mano. Y, entonces, vuelven a actuar los portadores de las sogas.
Ambas sogas se enfrentan, una contra la otra, y chocan entre sí (segundo gran momento), no logrando el acoplamiento perfecto.
Poco a poco, uno de ellos cede y acaba con la unión esperada: el círculo masculino y el femenino se enlazan, y la misma queda plasmada por un gran palo o bastón que atestigua la misma, y que es introducido entre ambos principios.
Tras quedar explícita la unión al insertar el bastón entre ambas, comienza la verdadera soka-tira (tercer gran momento), es decir, el tirar cada grupo en su favor, con la salvedad de que debe ser el grupo femenino quien venza en la contienda o, en su caso, interpretar los augurios de forma diferente. Una vez concluida la representación no sólo pudimos tocar las cuerdas, sino que, además, pudimos acceder a las bebidas y comidas de hermandad que se nos ofrecieron por ser partícipes de tan singular acontecimiento.
Ya hemos visto más arriba que, a pesar de las diferencias en el tiempo y el espacio, ha habido quien ha preferido resaltar las coincidencias y similitudes entre las distintas maneras y formas de tirar de la cuerda. Este punto de vista nos llevaría a considerar la existencia de algún tipo de ritual siquiera en los orígenes de la contienda. Es la tesis que defiende Mircea Eliade en El mito del eterno retorno cuando afirma que: “En el detalle de su comportamiento consciente, el “primitivo”, el hombre arcaico, no conoce ningún acto que no haya sido planteado y vivido anteriormente por otro, otro que no era un hombre. Lo que él hace, ya se hizo. Su vida es la repetición ininterrumpida de gestos inaugurados por otros”[v]. Es buscar un origen divino (con su simbolismo sexual que se refiere a los rituales de fertilidad y abundancia) a toda acción humana, incluso a la más profana.
Por nuestra parte vamos a ser un poco más humildes en nuestras apreciaciones, y vamos a incidir más en las disimilitudes entre las sokatiras de Okinawa y del País Vasco y zona pirenaica.
La primera diferencia la encontramos en la elaboración de la sirga. En el País Vasco se utiliza cualquier tipo de cordel, de hecho, tal y como ha quedado apuntado, entre los marineros y entre los agricultores es un instrumento de uso común, por lo que pasar a ser empleada como objeto de confrontación no es algo que llame la atención. Es la misma cuerda con que se amarran los carros, o se tira de los barcos ría adentro.
En Okinawa la confección del chicote es diferente. Todo el pueblo es llamado para la tarea, lo que la convierte en un acto social. Se trata, además, de un aparejo creado ex profeso para la ocasión ya que no tendrá un uso posterior. No es algo cotidiano ni útil, sino ritual y social.
El hecho de tratarse de un ritual colectivo nos lleva a la cuestión de la sacralizad del material. La cuerda pirenaica no tiene mana o adur, no posee una energía por sí misma, y no representa nada más que lo que es: una soga. Este hecho permite que propios y ajenos al combate puedan acercarse a la misma, la toquen, la manipulen y la traten sin ningún tipo de respeto. La que encontramos al otro lado del mundo es diferente, ha sido un producto de la colectividad y ésta la defenderá como propia, de manera que su manejo le será permitido sólo a aquéllos que atestigüen la pertenencia a la misma. Esto se indica mediante un uniforme (camisa azul clara para un equipo, y amarilla para su opuesto). Es al vestirse así cuando lo individual se transforma en común.
Otro aspecto que nos parece importante resaltar es el tamaño y el grosor del instrumento. Mientras las medidas vascas son propias de los humanos, la inmensidad de las okinawenses es más propia de los dioses. Es decir, la soga pirenaica está hecha para tirar de ella en una competición entre personas, la del antiguo Ryukyu no. Bien es cierto que en ambas se escenificará la contienda entre dos bandos, pero también lo es que sus objetivos son bien distintos.
El cabo en el Pirineo no debe ser muy largo, el de Okinawa no tiene por qué tener final. El vasco es cuerda, el otro es símbolo. Las enormes y pesadas sirgas del sur de Japón concluyen cada una, como se ha dicho, en un gran círculo coronado por una forma que representa el principio masculino y, en la otra, el femenino. Estos colosales círculos no deben tocar el suelo en ningún momento, por lo que son trasladados mediante largas pértigas. En el País Vasco no conocemos nada similar. La relevancia no está en el hecho de tirar de la cuerda para ver quién gana la prueba, eso tendrá un significado, pero no es el mismo en ambos casos.
Los vascos utilizan la sokatira como un elemento festivo, lo mismo que las peleas de carneros, los juegos de bolos, las danzas, o los concursos de bertsolaris. En muchos casos se limitan a entretener y hacer más agradable la jornada, en otros son motivo de apuestas, pero todos ellos no son más que elementos de eso más genérico que conocemos como “la fiesta”; no se convoca – tradicionalmente – al pueblo para festejar la sokatira, ésta se hace si la ocasión lo permite, pero no es el elemento esencial, al contrario de lo que ocurre en Okinawa donde, de faltar la sirga la feria se acaba.
También el uso del espacio es diferente en ambos casos, así, mientras en las costas del Golfo de Vizcaya el instrumento de la pugna se lleva o se guarda en el lugar de la exhibición, la del Pacífico ha de ser transportada – ahí radica gran parte de su importancia – a través del pueblo en una nueva manifestación de camaradería. Es el sudor conjunto, los gritos de ánimo (“haia”), el sufrir bajo la lluvia, el calor, la participación colectiva, las músicas, las danzas y los malabares con las banderas elementos tan esenciales para el festejo como lo es la resolución del tirar de los extremos de la soga.
Otra cuestión en la que difieren ambas manifestaciones es el número y las características de los participantes. En el País Vasco han tomado parte tradicionalmente un número similar de contendientes en ambos equipos (ocho por lo general) procurándose además que los pesos y fuerzas queden nivelados ya que de lo que se trata es de comprobar qué grupo es el más fuerte, aspecto éste en el que vuelve a diferenciarse de la de Okinawa donde el número de participantes puede ser incluso de varios miles en cada lado, sin ser contabilizados, cuyas edades se mezclan entre los niños, ancianos y jóvenes, lo mismo que los sexos. En el Cantábrico se realizan competiciones en función de la edad e incluso del sexo ya que su finalidad, insistimos, es el comprobar la fuerza, sin embargo en el otro extremo del planeta esto carece de importancia, ya que su objetivo es otro.
Entre los europeos la contienda está muy reglada. Rafael Aguirre Franco, en Deporte rural vasco[vi], recoge las normas para su realización, como son: que sean ocho participantes, que no excedan de unos pesos predeterminados, que cada equipo cuente sólo con un botillero, la prohibición de anudarse la cuerda o pasársela por encima del hombro, que no se salgan de las calles estipuladas, las marcas en el suelo y el pañuelo en el centro que permitan comprobar quién ha vencido, el realizar dos tiradas, cambiando los contrincantes sus posiciones, o el terreno sobre el que suele hacerse (hierba, frontón o plaza). Los asiáticos no parecen responder a ninguna regla de este estilo, porque su quehacer está orientado a otro objetivo.
Pero, si bien en Japón no existen reglas como las enunciadas, eso no quiere decir que se pueda hacer lo que se quiera y que sea todo un caos, no, lo que pasa es que los orientales respetan mucho más el ritual que es lo que le da el sentido al festival, y es transmitido de forma oral.
Hemos encontrado así dos maneras diferentes de ejecutar la sokatira o tirar de la soga, una asociada a los ritos de hermanamiento, identidad y colectividad, la otra al mero divertimento, exhibición de fuerza y confrontación. Los dos conllevan de alguna manera la participación popular en la celebración, pero en una esa es su esencia – participan todos en la medida en que colaboran –, mientras en la otra unos observan a la par que otros combaten.
[i] Azkune, Lázaro, Sokatira, en http://www.euskonews.com/0045zbk/gaia4501es.html.
[ii] Rowtham, Chris y otros autores, Japón, ed. Geoplaneta, 2006, pág. 736 y ss.
[iii] http://www.gimnasiookinawa.com/un_poco_de_historia.htm
[iv] Ibid.
[v] Eliade, Mircea, El mito del eterno retorno, Alianza, Madrid, 1982, pág. 15.
[vi] Aguirre Franco, Rafael, Deporte rural vasco, ed. Txertoa, San Sebastián, 1983, págs. 108-110.
Pablo A. Martin Bosch, “Aritz”
(Doctor en Filosofía por la UPV/EHU,
Licenciado en Filosofía por la UD,
Licenciado en Antropología social y cultural por la UD,
Especialista universitario en Ciencia, tecnología y sociedad por la UNED)
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