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Argia como memoria

Juan Antonio Urbeltz, 2005/10/22.

Euskaraz: Argia oroitzapen gisa

Introducción.

Gipuzkoa y su tradición de danza

Que Donostia sea referente importante para el conjunto del folclore vasco tiene su punto de arranque en el siglo XIX cuando Juan Ignacio de Iztueta (Zaldibia ) publica en 1824 su libro Gipuzkoako Dantzak, al que seguirá un cuaderno de melodías que sale de la imprenta dos año después en 1826. La obra literaria de Iztueta, su libro de danzas y la historia que dedica a Gipuzkoa, son trabajos que no pueden ser analizados al margen de la propia personalidad del autor. Y si el marco interpretativo de la ciencia histórica ha permitido corregir con rapidez lo que de excesivo hay en Iztueta cuando escribe sobre la de Gipuzkoa, no ha sucedido lo mismo con las opiniones vertidas en su libro de danzas, aceptadas y divulgadas en general de manera acrítica. Pero la controvertida personalidad de Iztueta, marcada por los desafíos y obstáculos que la vida puso en su camino (en el campo de la danza, precisamente) se encuentra presente en el libro, donde las alabanzas que realiza a las glorias de la Provincia (que no por justas dejan de ser interesadas) han impedido separar en el texto aquello que hay de subjetiva vindicación.

Tradición y exégesis en Iztueta

Ateniéndose a lo que Iztueta dejó escrito y las crónicas sobre visitas reales amplían, la Plaza Nueva de la ciudad (actual plaza de la Constitución) debió de conocer momentos brillantes de danza. La propia inauguración se realizó con una ezpata dantza bailada por jóvenes preparados por Iztueta, quien en ese tiempo, y según dejó escrito, enseñaba a los niños recogidos en la Santa Casa de Misericordia. Pero la danza por la que mostró su preocupación, tan ajustada al romanticismo de su tiempo, desapareció con él. Cierto es que la continuidad se produjo por intermedio de diferentes maestros de danza que siguieron enseñando una parte de aquella herencia (las danzas de espadas, de escudos, de palos largos y cortos o arcos grandes y pequeños, soka dantzas, etc.), pero la vertebración de ese conocimiento coreográfico, que es el que llegará en el día de hoy, se encuentra muy alejado de las intuiciones del coreólogo de Zaldibia. Junto con ello, el valor de inventario o resumen final (por lo menos para las danzas guipuzcoanas) con que ha sido admitido este famoso texto coreográfico, ha servido para hacer de pantalla y «ocultar», cuando no desvalorizar, la naturaleza de otras tradiciones coreográficas que quedaron marginadas o ignoradas al no ser incluidas en las páginas descriptivas de aquél. Por otra parte es necesario comprender las danzas guipuzcoanas fuera de esa matriz constreñidamente tópica y provinciana con que se las entiende hoy día.

Tiempos de guerra y República.

Una academia para la danza vasca

Hasta que en época más o menos reciente las actividades folclóricas pasaron a dominios de asociaciones interesadas en su mantenimiento, las danzas, más que cualquier otra cosa, no eran sino patrimonio de conocimiento de los propios maestros. La mayoría de las veces un conocimiento familiar que guardaba para sí una tradición plagada de sutiles matices diferenciales mediante los que se buscaba singularidad y autoafirmación para el propio estilo o escuela. El maestro de danza enseñaba su tradición dancística allá donde se la pedían sin consideración geográfica de ningún tipo. Una circunstancia que permitía la enseñanza de estos bailes en algunas localidades no guipuzcoanas, en la navarra de Leitza, por ejemplo (donde José Lorenzo Pujana fue maestro de danza en los años veinte). Aún cuando no tengamos muchas noticias al respecto, durante el siglo XIX los maestros de danza siguen exhibiendo sus grupos de jóvenes en festejos y fiestas patronales de las localidades más importantes, pudiendo de esta manera sostener y transmitir una tradición que será pujante hasta el primer tercio del siglo XX. Fue en los primeros años treinta del siglo pasado, cuando el Ayuntamiento de Donostia encargó a José Lorenzo Pujana la formación de una Academia de Danzas Vascas para que este enseñara oralmente la parte que quedaba vigente de la amplia tradición de Iztueta (otros maestros de danza continuaban enseñando por sus propios medios, como era el caso de Ireneo Rekalde en Orereta, y de Amunarriz en Donostia). La oralidad para el mantenimiento de esta tradición era obligada, pues a pesar de la fama que rodea al texto escrito por el de Zaldibia, en la práctica no había sido leído. Por otra parte, y aunque hubiera sido leído, se da la paradoja de que en sus páginas no hay prácticamente nada de lo que la tradición ha sostenido. Por ejemplo, no hay en él ni una línea descriptiva que indique como eran las nueve danzas que componen la Brokel dantza, tampoco hay descripción de Zagi dantza, pero se da la circunstancia, además, de que algunas otras con arcos grandes y pequeños (Uztai handia y Uztai txikia) enseñadas por José Lorenzo Pujana no son ni citadas en el famoso libro.

Nuevas instituciones transmisoras

La plaza Nueva o plaza de la Constitución será escenario de muchos festejos con danzas tradicionales, tanto con motivo de visitas importantes para la Ciudad, como homenajes, comparsas de Carnaval, etc. Festivales infantiles con dantzaris de las escuelas, Soka dantza en la celebración de la fiesta de san Juan, bailes en cadena por parte de los corporativos y romerías populares cubrirán los trabajos y los días hasta la llegada de la segunda República Española. Los republicanos años treinta serán testigos del nacimiento de experiencias coreográficas centradas en la escena. Pero serán los gravísimos acontecimientos políticos que desembocaron en la guerra de 1936 los que darán un nuevo sesgo a las tradiciones coreográficas vascas, arrinconando la figura del maestro de danza y posibilitando la emergencia de personas que ejercerán las tareas de adaptación y puesta en escena del material coreográfico tradicional, dentro del nuevo marco teatral. Para entonces, y desde varios años atrás, una equivocada exégesis se había venido planteando alrededor de las danzas e instrumentos folclóricos. Exégesis descuidada en general para con el problema de las danzas (no sólo en Inglaterra, para la que escribe Collingwood 46, sino también entre nosotros), al no considerar el hecho de que las danzas, los trajes y la música son (y eso aun cuando reciben el condescendiente nombre de folclore) el arte mágico de los pueblos pastores y agricultores. Pero el arte de la danza folclórica, por más que tenga un origen mágico, no es un arte incumplidor o despreocupado con sus propios delineamientos estéticos siempre y cuando la sociedad lo exija. Dentro de la visión general del arte, la danza tradicional se debiera haber insertado entre las preocupaciones de nuestro tiempo. Además de que casos especiales, como el nuestro, los niveles de exigencia de esa danza popular se encuentran a una altura tan extraordinaria, que su conservación exige una responsabilidad colectiva, ya que las mudanzas de los bailes y los ritmos del folclore musical son tan altamente sofisticados y de un acabado tan «natural», que la evolución de la danza de escenario, del ballet, pese a que ha sido espectacular no ha conseguido desdecirlos. La danza folclórica es un arte que a pesar del alto grado de abstracción con que se presenta, tiene un punto de conexión evidente con el arte naturalista más antiguo del que los humanos tenemos noticia, con los caballitos de Santimamiñe o Lascaux. Ese punto de conexión que reclamamos para la danza tradicional, es su vitalidad. En relación con el descubrimiento de la belleza (descubrimiento que por ser de origen neolítico es aplicable a la danza tradicional más que a ninguna otra cosa) Herbert Read ha escrito que «lo que en el curso del período neolítico había aparecido era, por lo tanto, la primera conciencia de la belleza. La belleza es el segundo gran principio del arte; el primero es la vitalidad, establecida en el período paleolítico»47. Ese poder vital de la danza para elevar las intuiciones de la forma por encima del caos y la azarosidad circundantes ha sido, posiblemente, la única verdad que ha permitido su existencia. Esperemos que el tiempo haga cierta la reflexión que Bertrand Russell dedicó a la danza popular en 1932 cuando en su ensayo Elogio de la ociosidad escribió que,

«Cuando sugiero que las horas de trabajo deberían ser reducidas a cuatro, no intento decir con ello que todo el tiempo sobrante habría de ser malgastado necesariamente en puras frivolidades. Quiero decir que cuatro horas de trabajo al día deberían dar derecho al hombre a los artícuos de primera necesidad y a las comodidades elementales en la vida, y que el resto de su tiempo debería poder emplearlo como creyera conveniente. Es una parte esencial de cualquier sistema social de tal especie que la educación se llevara más adelante de lo que generalmente lo es al presente y se propusiera, en parte, despertar aficiones que capacitaran al hombre para usar inteligentemente su ocio. No pienso especialmente en la clase de cosas que pudieran considerarse pedantes. Las danzas campesinas se han extinguido, excepto en remotas regiones rurales, pero los impulsos determinantes de que fueran bailadas deben de existir todavía en la naturaleza humana. Los placeres de las poblaciones urbanas se han hecho más pasivos: ver películas, presenciar partidos de fútbol, escuchar la radio, y así sucesivamente. Ello resulta del hecho de que sus energías activas las cosume el trabajo; si tuvieran más tiempo libre, volverían a disfrutar de placeres en los que hubieran de tomar parte activa48»

Breve comentario a la socialización de la danza durante la República

Lamentablemente, y aún a pesar de que personas de la talla de Bertrand Russell escribieran lo que escribieron, la socialización no tomó el rumbo más adecuado. En nuestro caso se primaron unos modelos de danza en detrimento de otros, y sabido es que cuando se pone énfasis en un modelo, su encumbramiento lleva al deterioro o pérdida de los menos favorecidos. De la mano de esa política cultural vinieron los masivos alardes de dantzaris, la extensión de algunos modelos de bailes de espadas y el cuestionamiento permanente sobre lo existente en función de su posible origen autóctono o no (caso de la dulzaina, las castañuelas, la guitarra, la contradanza, el fandango o la jota). En ese momento no se entendió el valor y la riqueza de esa cultura multiforme, y se abogó por su reducción a unos cuantos estereotipos (lo que con razón de fondo, aunque con un punto de exageración en la forma, fue criticado por Violet Alford en su libro Sword Dance and Drama publicado en los años sesenta). En definitiva, no hubo consciencia de que la propia realidad tiene lugar en un universo incomprendido, por lo que es de todo punto imprescindible que el hombre sensible observe los fenómenos sucesivamente, averigüe de qué tratan, y como resultado conozca cuales son sus relaciones con la existencia en general.

De manera que para entender muchos aspectos de la complicada situación actual, hay que tener en cuenta que durante casi ochenta años planteamientos como los anotados han seguido gravitando y dando vida a una tradición en gran medida desenfocada y malentendida. Tampoco se trata de hacer una crítica ligera. Este asunto es demasiado complicado para abordarlo en unas pocas cuartillas; exigiría una pormenorizada crítica, ajustada al marco de la condición global, y de lo que en aquel momento y contexto supuso la formación de Eresoinka por el Gobierno de Euskadi en medio de una espantosa guerra, y asimismo de los intentos que le precedieron como fueron Saski-Naski en Donostia y Elai Alai en Gernika. Por tanto, no se trata tanto de lamentar lo que se hizo, sino lo que se ha dejado de hacer. Creo que tenemos derecho a quejarnos de que en los últimos veinticinco años no haya existido una política cultural capaz de poner remedio a la desorientación anterior.

Tradición popular y manierismo

Sin dudar en lo más mínimo de la buena voluntad de tantos como se han dedicado a la enseñanza y mantenimiento de los bailes, es bien cierto que todo se ha llevado a cabo con una escasa información y casi sin ningún conocimiento. No nos debe extrañar, por tanto, que los resultados no sean tan buenos como todos quisiéramos. Que aquí se sepa, casi nadie ha reflexionado sobre la falta de acierto que ha habido en la manipulación de las danzas tradicionales sin atender a su propio pathos, introduciendo tics y resabios cultistas tomados del ballet académico, pero que llevadas a los grupos de danza, incompletos en su calidad no ha producido otros resultados que los que se podían esperar. La secuela de esas acumulaciones en la gestualidad de muchos de nuestros bailes y bailarines, y de algunos músicos, se halla tan plenamente representada en la actividad dancística y musical de cada día que no es necesario referirse a ellas de una manera particular. Al igual que con la danza, algo parecido ha sucedido con parcelas de la música popular. En tanto que la dulzaina, la alboka y la acordeón diatónica se mantienen dentro de espacios todavía cuidadosos con la tradición de cada instrumento (sobre todo los dos primeros), el txistu se ha empeñado en una agotadora batalla por reconocimientos formales que en ninguna manera necesitaba.

No creemos que ha de pasar mucho tiempo sin que nuevas generaciones de txistularis vuelvan a indagar sobre el pasado de su hermoso instrumento, hasta comprender que un instrumento musical se sostiene, más allá de alardes y digitaciones manieristas, desde la gracia y habilidad personales (la «vanguardia» de un instrumento musical, como el de cualquier otra tradición, se encuentra en su «retaguardia», en su pasado). Era precisamente la gracia y calidad individual, aportada por el conocimiento sincero y sin aspavientos de la propia tradición, lo que convertía en únicos a txistularis como Alejandro Aldekoa o Mauricio Elizalde (o actualmente a Garaikoetxea de Iruña), a xirularis como Etxahun de Iruri, Gath Arane o Jean Michel Bedaxagar, o a dantzaris como Juan Mari Montes, Ignacio Gordejuela, Jacques Larrondo o Albizuri de Berriz. Solo nos queda sentir que no haya entre nosotros, como en otras partes, gitanos capaces de vivir nuestra música tradicional. Porque allá donde están, los gitanos aportan un hermoso elemento a una comunidad que les permite existir, sin hundirse por eso en la miseria. Como tantas veces ha sido observado y comentado, nunca hacen música propia, sino que se apropian la del país donde se encuentran, tocándola tan hábilmente que llegan a convertirse en la casta musical reconocida transformándola en mera estimulación del oído. Hace setenta años que Rebecca West escribió a propósito de los gitanos balcánicos y sus bandas de pistones una bella, inteligente y poética reflexión diciendo de ellos que, «es como si pudieras hacerle el amor a una flor, o hacer que zorros y liebres (toquen juntos) música en tus fiestas». Pero dado que no tenemos gitanos, lo cual es de lamentar, habrá que hacer el camino sin ellos, lo que hace todo más complicado. Debido a esa suma de contingencias, el resultado global obtenido por la práctica de ese academicismo mal entendido no ha sido la elevación de la calidad, sino la extensión de formas kistch más allá de los niveles que cualquier sociedad bien asentada debe tolerar. Es preocupante en el momento actual el desequilibrio que se está produciendo en los grupos de danza. Escasos como están de sensibilidad y capacidad creativa (que no es otra que la capacidad de reproducción de los modelos aprendidos), se ven obligados a hacer «algo». Y ese «algo» puede consistir en amontonar instrumentos tocados con escaso nervio (sin la «vitalidad» de que hablábamos al escribir sobre la danza), o bien en reproducir estampas o grabados con resultados que tienen que ver más con la zarzuela que con la tradición. En algunos sectores de la danza popular esas expresiones han sido tan osadas, que en el curso de su actividad han terminado por elaborar un lenguaje de danza «contemporáneo» fuera de cualquier canon académico y, por tanto, de imposible clasificación. Empero, hay que dejar de lado todas esas interesantes cuestiones, para escribir sobre la importancia continuada de Donostia como referente en la recuperación de tradiciones coreográficas de toda Euskal Herria. Esta aventura personal, una experiencia que se va acercando a los cuarenta años con el grupo Argia, es lo que vamos a colocar en el centro de nuestro recuerdo, que no debe ser tomado sino por lo que por sus circunstancias es, un simple y necesariamente incompleto testimonio.

Argia como memoria.

Los antecedentes.

Jorge de Oteiza y la Escuela Vasca de Arte contemporáneo

A mediados de los años sesenta se inició en el País Vasco un proceso de acercamiento entre artistas y pensadores alrededor de la figura del escultor Jorge de Oteiza. El proyecto de Oteiza tenía como objetivo inmediato la creación de una Escuela Vasca de Arte Contemporáneo desde la que las distintas disciplinas estéticas pudieran dialogar e intercambiar información, buscando en su síntesis la creación de un modelo de comportamiento, de educación estética al servicio de la sociedad, que hiciera del niño el centro del proceso creativo. El mayor atractivo del proyecto no era su carga utópica, por más que fuera también su mayor inconveniente, sino que por primera vez el modelo de artista autocentrado (tal y como lo define la terminología creada por Txepetx) emergía en el deteriorado panorama cultural vasco. Como acción previa, pero inmediata en su anticipación a todo este proyecto de movilización, la eclosión de este nuevo pensamiento ya había convulsionado todo el paisaje de la cultura vasca a través de la obra Quosque tandem...! de la que pronto se celebrará el cuarenta aniversario. La cronología y la velocidad de lo sucedido en aquellos años se dispara. Es el año 1965, momento en el que se comienza a rodar Ama Lur, la película de Fernando Larruquert y Néstor Basterrechea. Fue el tiempo en que mi mujer, Marian Arregi, y yo conocimos a Jorge de Oteiza y a Itziar Carreño, su mujer. Esta importante circunstancia permitió enderezar en sus prolegómenos, lo que era un principio de crisis en la búsqueda de una identidad sustraída; de ahí que esta personal aventura tuviera todos los rasgos de una iniciación que, como escribe el historiador de las religiones Joseph Campbell: «es siempre y en todas partes un pasar más allá del velo de lo conocido a lo desconocido».

A la búsqueda de la tradición.

La danza, un arte de símbolos en movimiento

Aunque intuitivamente teníamos construido un modelo de trabajo, el encuentro con Jorge de Oteiza y el resto de las personas y grupos que integraban la Escuela Vasca de Arte Contemporáneo, como Ez dok Amairu fue definitivo. Este importante grupo fue dotado de unas bases estratégicas tan firmes, que posibilitaron la construcción y desarrollo de una política cultural sin precedentes. En sus comienzos aglutinó diversas expresiones musicales entre las cuales estaba mi mujer como componente del trío Kemen. Ez dok Amairu y el propio Oteiza fueron muy importantes por el estimulo y trascendencia que supieron imprimir a aquellos primeros encuentros, con intercambio de información en reuniones y debates extraordinariamente vivos. Pero con todo, y en honor a una verdad que alguna vez podrá ser aireada, frecuentar círculos políticos de alto nivel, y no otra cosa, fue un privilegio que ha sido el soporte que nos ha traído hasta aquí. La tarea era ingente. Sobre todo teniendo en cuenta cual era el punto de partida: un grupo de jóvenes con una muy limitada preparación. Como personas preocupadas por nuestra cultura tradicional, pero desconectadas de la obra científica de Resurrección María de Azkue y el P. José Antonio de Donostia, del P. Hilario Olazarán de Estella, o de los maestros Jordá de Gallastegi y Javier Bello Portu, se precisaba de manera urgente retomar su legado poniendo en movimiento, con pasos y coreografías, toda la música de danza que huérfana de contexto, recogían los cancioneros, artículos y conferencias de todos ellos. Era tarea esencial la construcción de un «atlas de música coreográfica» (en aquel primer momento no conocíamos el de Jordá de Gallastegi) y un sistema de clasificación (los de Olazarán y Webster eran insuficientes) para poder completar la mayor cantidad posible de materiales y ver la situación real de las tradiciones dancísticas. Además de todo lo dicho, se daba la circunstancia de que al general desconocimiento que los grupos de danza folclórica tenían sobre materias histórico antropológicas, se añadía una necesidad urgente de restaurar algunos repertorios en sus estilos gestuales, en determinados movimientos básicos, deteriorados por guiños debidos a una deficiente interpretación de los hechos folclóricos y su naturaleza.

Las referencias antropológicas e históricas

Después de los primeros contactos con Julio Caro Baroja, la armadura del modelo fue reforzada por la presencia de Lucile Armstong, heredera de la escuela folclórica inglesa de preguerra, del P. Jorge de Riezu, conservador en Lekarotz del Archivo del P. Donostia y editor de sus Obras Completas, y los maestros y directores de orquesta Javier Bello Portu y Enrique Jordá de Gallastegi. Del P. Jorge de Riezu recibimos consejos y orientaciones musicales de la máxima calidad y una empatía tan próxima, que años después desembocó en su confianza para que publicáramos la parte de danza de la obra musical del P. Donostia. Queremos dejar constancia de que después de haber editado el primer tomo, y con el segundo en imprenta, fuimos separados del proyecto sin mediar aviso de una manera que se califica sola.

En cuanto a Lucile, amiga y colaboradora de Violet Alford y Rodney Gallop (quienes en los años veinte, con el concurso del P. Donostia y el Musée Basque de Bayona, llevaron al londinense Albert Hall una magnífica representación de dantzaris vascos) aportó desde el año 1966 el conocimiento de los símbolos a través de una lectura intensa de la obra de James Frazer. Con una paciencia infinita, Lucile fue tejiendo la intuición de unas nociones simbólicas que, evidentemente, se habían perdido, pero cuya presencia se podía rastrear en el contexto común de la cultura europea. Lucile Armstrong había sido bailarina de la Esbart Nacional de Catalunya en tiempo de la República, y cuando la conocimos tenía sobre sí una enorme experiencia de campo. Con ella aprendimos a comprender el hecho folclórico vasco como parte de una insoslayable totalidad, que la lectura de amplias bibliografías sobre las que ella nos orientó, vinieron a confirmar y enriquecer. Comentario aparte merece el maestro Jordá (que en los años anteriores a la guerra había dirigido la orquesta del ballet Eresoinka y realizado un pequeño atlas de folclore coreográfico vasco), con el que tuvimos un interesante primer encuentro en la primavera del año 1968. Nuestra referencia le fue facilitada al maestro por Bernardo Estornés Lasa. Después de una primera entrevista en un café de Donostia, nos vimos en la casa de mis padres, donde guardaba libros, apuntes con trabajos de campo, etc. Le facilité todo lo que yo conocía en aquel momento, para un magnífico libro que publicó con posterioridad titulado De canciones, danzas y músicos del País Vasco. Años después, el maestro Jordá recomendó a Marina Grut, profesora de danza clásica de la Universidad de Ciudad del Cabo y conocedora de la danza española por medio del bailarín Luisillo, para tomar con nosotros algunas lecciones de danzas de Gipuzkoa. Del maestro Enrique Jordá de Gallastegi recibimos una cálido apoyo y comprensión (como el que ya teníamos de Lucile Armstrong y otras personas) hacia las tareas de restauración de las formas tradicionales. Tanto el maestro Jordá como Javier Bello Portu vinieron muchas veces a los ensayos del grupo Argia, asistiéndonos con su experiencia, consejos y equilibradas opiniones. De cualquier manera, nuestra tarea era una búsqueda que se iniciaba en un clima general no demasiado propicio, pues la interpretación simbólica (que inexcusablemente se debía unir a una indagación en las metáforas y el análisis de étimos) era un área de trabajo que no despertaba mucho interés. Otros campos del quehacer etno antropológico, descargados de la dificultad natural con que eran mostrados en la divulgación científica, caían ahora bajo la fascinación del pensamiento de Oteiza y comenzaban a ser considerados (con todo merecimiento) objetos de alto interés cultural. Pero no era este el caso de la danza folclórica. En general no era estimada como instrumento de conocimiento, debido en parte a la distorsionante carga especulativa con la que venía siendo tratada desde varias décadas atrás, y también por el desafecto natural con el que las modernas concentraciones urbanas e industriales han tratado a todo lo que viene del campo. Una peligrosa ceguera que Collingwood denunció en el caso de Inglaterra y que Rebecca West anotó en su viaje a los Balcanes como enfermedad de los serbios y croatas de Macedonia licenciados en las universidades de Berlín, Viena y Paris, incapaces de apreciar en absoluto la belleza de los trajes y danzas tradicionales, convencidos como estaban de que formaban parte de un ritual bárbaro. Estamos de acuerdo con la autora en que esta ceguera es sin duda alguna un peligro terapéutico mucho mayor que la ceguera física. Creo sinceramente que esa desafección ya la estamos pagando.

Se está perdiendo a manos llenas la capacidad de aprovechar las danzas para regenerar el cuerpo social alejándolo, en lo posible, de tendencias autodestructivas, insatisfactorias y neuróticas. En favor de la tarea emprendida, se debe decir que la aproximación llevada a cabo era científicamente válida (como lo es ahora) en la medida misma en que era crítica con el patrimonio recibido y el modo en que había sido construido.

Resistencias culturales y complejos sociales

Aquellos fueron unos años en los que el eco de tópicos y lugares comunes de todo tipo se abatieron sobre las danzas, contribuyendo en gran medida a su descrédito la actitud de sectores sociales acomplejados y recuperados políticamente que, consciente o inconscientemente, menospreciaban y relegaban cualquier iniciativa que reforzara y extendiera las bases sociales de la identidad vasca. De manera que mientras la danza tradicional era presentada por los régimenes comunistas como un inmenso logro creativo al servicio de la juventud, (lo que sin duda era una estimulante verdad), los mismos que aquí defendían aquellos sistemas, negaban a la danza vasca esa misma posibilidad. En el caso vasco, la danza folclórica no era sino una rémora, una traba al progreso, una antigualla que había que hacer desaparecer cuanto antes. En esa efervescencia muchas veces fuimos llamados para contener el dique en debates en los que nuestras gentes, absolutamente acomplejadas, hacían agua por todas partes, desorientadas ante el ataque, y con problemas de conciencia sobre si se debía mantener o no este legado. Por si esto fuera poco, los jóvenes que bailábamos dentro de grupos de folclore lo hacíamos absolutamente al margen de lo que era la realidad folclórica «en origen», aquella que tenía como escenario pueblos o lugares que, contra viento y marea, habían conservado sus tradiciones. Sobre la suma de problemas anteriores, nuevas dudas venían a poner a prueba nuestra limitada formación y capacidad de debate. Modelos de danza folclórica balletizada al gusto de lo que habían sido los ballets rusos, imitados por compañías foclóricas vascas durante el tiempo de la República y la guerra civil, seguían ejerciendo un atractivo sobre todo el quehacer posterior a pesar de lo rezagadas que quedaban sus propuestas. Para entonces la renovación ya se había producido en los ballets oficiales de algunos países del este de Europa (Hungría, Checoslovaquia, Rumania, Bulgaria, Polonia, URSS), que habiendo tomado como patrones los modelos tradicionales de danza, música, formas instrumentales y orquestales, habían llevado a cabo exhaustivas indagaciones en todos esos campos. Desde el primer momento en el que trabajamos con Argia, promovimos la lectura de material antropológico, el trabajo de campo, la escucha de música tradicional, y la asistencia de los jóvenes del grupo a todos los espectáculos de ballet folclórico que llegaban a nuestras latitudes, con la lógica finalidad de tener información de primera mano y afinar el sentido crítico y la sensibilidad.

Folclore y ballet, o el escenario y la plaza

Por aquel entonces, entre nosotros no había todavía una percepción clara de que el desencuentro o divorcio entre los espectáculos de ballet folclórico y las fuentes originales de la cultura popular, habían llevado al agotamiento del modelo. Al hablar de ello, queremos dar a entender que no es posible superar la contradicción entre escena y tradición sin el recurso permanente a la sensibilidad y el conocimiento en las propias fuentes. Pero además (y en aquel momento) la huella que conducía hasta esas mismas fuentes había comenzado a ser borrada de manera tan inconsciente como meticulosa, y en una peligrosísima pirueta nos empezaba a colocar, de plano, ante una «historización» de la Prehistoria, como si en nuestra propia y legítima Historia no hubiese suficiente Prehistoria. No obstante, y a pesar de lo que en esas posiciones hubiera de genuina apariencia, lo único cierto es que en esos planteamientos nada había comparable al interés que por las formas y creaciones artísticas de diferentes pueblos de la tradición (sociedades ágrafas o preindustriales) habían tenido artistas y coleccionistas americanos y europeos, dando origen a un amplio e interesante mercado de conocedores y expertos en estilos y piezas coleccionables, sobre todo máscaras, aplicadas a la investigación y creación plástica. Bien al contrario, todo era una pura especulación sin la menor base de conocimiento ya que era una creación ignorante de lo que era el folclore europeo. El hecho final situaba la naturaleza de las danzas folclóricas vascas en el abismo del tiempo, cercenando cualquier tipo de soporte histórico antropológico capaz de funcionar en beneficio de una mejor comprensión. Por el contrario, ello puso en marcha una peligrosa involución que afortunadamente no ha ido a más, pero que en su día dio lugar a que bailarines vestidos con jirones de piel y dando saltos en compás de amalgama se pasearan por escenarios y concursos de folclore. De haber seguido por ese camino, una parte importante del folclore vasco destinado a la escena hubiera quedado sumido en la absurdidad que todo primitivismo artificialmente entendido comporta. En el otro lado del espectro también se venía produciendo un fenómeno de falsa recuperación que tenía como eje el siglo XVIII. A partir de algunos ballets y montajes para escena del periodo de anteguerra, las muchachas de los grupos de folclore se encontraron con un repertorio de contrapases, minuetos y mussetes absolutamente falsos en cuanto a sus movimientos, y de nula implantación en la tradición folclórica, tal y como, posteriormente, las tareas de campo nos vinieron a demostrar.

El condicionamiento de la puesta en escena

En estas circunstancias, el trabajo de puesta en escena se venía confundiendo con la propia creación coreográfica, ejerciendo el escenario una fascinación de la que emanaban reglas y conceptos llenos de un formalismo estéril en sus resultados estéticos. Como decimos, el espacio escénico tiranizaba al imponer ordenamientos, reglas y pequeños tabús que había que seguir manteniendo pues eran parte no prescindible si se quería llevar la danza a posiciones de más alta calidad. A lo que parece la intención final era la de universalizar un patrimonio coreográfico que, aun de manera inconsciente, había sido previamente condenado en parte por considerarlo inadecuado. De ahí que se excluyeran, por la longitud de su duración, los diferentes modelos de danza en cadena, sin comprender su importancia como imágenes de cohesión social y vida colectiva. El que estas coreografías fueran abandonadas a su suerte en beneficio de las danzas de espadas, por ejemplo, o de todo aquello que pudiera resultar «difícil» en un contexto espectacular, marca un claro rasgo de impotencia creativa, además de privar a las mujeres de un amplio y legítimo campo participativo.

Argia, como aventura.

El ambiente de los inicios

En líneas generales este era el panorama que ofrecía la danza tradicional vasca, para todo aquel que en los primeros años sesenta la observara en los ambientes que se pueden considerar más selectos. Luego estaban los grupos de danza de extracción social absolutamente popular. Muchos de ellos creados al arrimo de clubs y asociaciones bajo cobertura de la Iglesia, que con un espíritu voluntarista y una enorme aunque imprecisa conciencia nacional (pero con escaso conocimiento e información), se debatían en su quehacer cotidiano en medio de la represión del aparato fascista español en el País Vasco. En este ambiente, a mediados de los años sesenta, iniciamos nuestra actividad en el grupo Argia. En el momento de recuperar fuentes para esta iniciativa, aquella aportación inicial tuvo como centro la ampliación del repertorio de danzas de Gipuzkoa, las cuales nos fueron enseñada a mi mujer y a mí por Ignacio Gordejuela, cuando bailamos en el grupo Goizaldi desde los años 1958/59 hasta 1965.

Los primeros informantes

A partir de ahí, el primer informante y maestro de danza fue en 1966 Alejandro Aldekoa y los ezpatadantzaris del barrio de san Lorenzo en Berriz. Con ellos aprendimos la dantzari dantza completa más las erregelas de la soka dantza. Además, de aitite Gorrotxategi se pudo anotar un biñango zaharra bailado por él en Berriz, hasta ese momento no catalogado, pero que responde con fidelidad a la forma y el fondo de estas danzas. Esta primera experiencia fue seguida por el aprendizaje de las danzas de Lesaka con Mañolo Igoa, Guillermo Sarobe y Guillermo Agara. En los primeros meses de trabajo aprendimos de Mauricio Elizalde (y Mariano Izeta) varios toques de mutil dantza de Baztan más la sagar dantza de Arizkun. También en el mismo año, recogimos en Oñati las danzas de Corpus gracias a Ibon Arenaza, entrañable amigo y dantzari de Argia, que fue, en aquel momento, una de las personas que con más claridad vio la propuesta que teníamos entre manos. Poco después aprendimos en Otxagabia las danzas en honor de la Virgen de Muskilda, siendo ayudados por Luis Kanbra. Coincidiendo con una actuación que el grupo de danzantes tenía en la televisión española, asistimos a todos sus ensayos en las escuelas. Tomamos notas sobre todas las evoluciones, las cuales fueron puntualizadas, en las zirikas y otros movimientos, por el «bobo» de entonces Pedro Esarte, y el danzante Faustino Rekalde. Unos años después, estas danzas fueron alteradas en sus trajes, y en alguna de sus músicas y coreografías. Los trajes fueron en parte recuperados, las danzas y las músicas no. Esto permite preguntarse acerca de dónde está el límite de la autoctonía. No desde luego en alteraciones sin sentido como la que se produjo en la danza llamada Modorro. Las danzas folclóricas tienen sus propios códigos estructurales, de manera que cuando una danza sigue siendo fiel a la tradición no se puede decir de ella que está «mal» bailada, como en este caso se adujo. Por paradójico que parezca, es ahora cuando se podría decir que los danzantes de Otxagabia bailan «mal» el Modorro, no desde el punto de vista de su estilo y calidad, en el que siguen siendo maravillosos, sino desde la gratuidad de una modificación que sin aportar nada a su tradición, ha quebrado una vieja costumbre y el sentido que pudiera subyacer en la morfología de esta danza. Esta modificación permite abrir un paréntesis sobre danza autóctona, investigación y creación.

Danzas autóctonas, investigación y creación

Para resolver algunas de las contradicciones o equívocos entre tradición y revival, hablemos de las danzas y su diferente situación en función del origen. Tenemos así que las danzas autóctonas son danzas de «primera existencia», danzas de cualquier lugar bailadas por los naturales de acuerdo a su propia tradición. Cuando estas danzas se transfieren a un grupo distinto al original, pasan a vivir una «segunda existencia». Este sería el caso de las danzas de Otxagabia aprendidas y bailadas por Argia según el modelo originalmente bailado hasta 1970. En Argia estas danzas, u otras, pasan a ser danzas de «segunda existencia». Por último, aquellas danzas perdidas, pero reconstruidas de acuerdo a patrones tradicionales (cual fue el caso de la danza de muchachas de Jaurrieta) son danzas de «tercera existencia». Pero cuando una danza de «primera existencia» es modificada sin ningún criterio (caso del Modorro de Otxagabia), ¿dónde se conserva ahí la «primera existencia»?, siempre que esté «bien» bailado, y por paradójico que parezca, en la «segunda existencia». La creación de danzas y coreografías para el escenario es una asunto diferente. Si se parte de la lectura e interpretación de textos o documentos (el libro de Iztueta o documentos de archivo, por ejemplo), la distancia en los resultados de cada coreógrafo puede llegar a ser considerable. Pero también es cierto que, en casos determinados, las conclusiones pueden ser tan próximas a la tradición que se puedan confundir con ella.

La situación general

La situación general del momento (la escasez de recursos), obligó a trazar un plan de trabajo en el que, mediante círculos concéntricos, íbamos avanzando en la captación de fuentes de información. En primer lugar estaban nuestras familias, y las familias de muchos de los componentes de Argia. A través de ellas nos acercamos a pueblos y aldeas donde pudimos tomar de primera mano una valiosa información que, de otra manera, se hubiera perdido. Ante la penuria económica, la idea compartida entonces era la de formar un grupo de bailarines que con el mínimo costo de indumentaria (cambiando únicamente chalecos, cintas, escapularios, tocados de cabeza o txapelas) pudieran bailar ante el público un programa entretenido por su variación, e instructivo por la calidad de su presentación en cuanto a fidelidad con las fuentes. Por lo demás, hay que decir que hasta entonces, no solamente no se había dado ningún tipo de crítica sobre el modelo anterior, inconsistente a todas luces, sino que las mismas actitudes seguían saliendo al encuentro (pero con renovado brío). Motivados por personas con una enorme nostalgia de la situación de preguerra, nuevos shows, nuevos intentos creativos con la incorporación coreográfica de juegos populares, como la pelota, concursos de nuevas danzas vascas, etc., eran un recurso que, aun llevado a cabo con la mejor buena voluntad, escamoteaba la realidad del problema. En medio de esa penosa coyuntura, y habida cuenta la escasa acumulación de conocimiento y sensibilidad sobre la materia, era impensable que desde esas posiciones se pudiera llevar a cabo el cambio que la ocasión exigía.

Euskal dantzarien biltzarra

En aquella circunstancia se creó Euskal Dantzarien Biltzarra, del que fuimos parte desde sus inicios. A pesar del entusiasmo inicial y de la buena voluntad desplegada por una persona tan entrañable como Xabier Gereño, el endémico desvalimiento general hizo que la recién nacida organización fuera fácil presa de burócratas asentados en el aparato administrativo del sistema, por lo que en alguna medida su rumbo quedó marcado. Controlada siempre por dirigentes de algunos grupos de folclore de escasa capacidad crítica (más determinados personajes que han ido por libre), la asociación apenas ha sido capaz de situar sus fines por encima de los intereses de grupos y personas. A partir de ahí, Euskal Dantzarien Biltzarra ha continuado existiendo con planes y propuestas cortamente definidos sobre el sentido que se debe dar a la danza tradicional en el mundo que nos está tocando vivir. De manera que, aún reconociendo el interés que puede tener una entidad de este tipo como centro dinamizador de la cultura tradicional, su escasa percepción de los problemas, unida a una carencia en la elaboración teórica, le ha impedido ejercer la autoridad que, mirada con objetividad, hubiera sido deseable ejerciera.

El alarde de Biarritz

Con el bagaje del nuevo repertorio de danzas aprendidas en pueblos y aldeas (que por cierto iba adquiriendo una dimensión notable, si se consideran las precarias condiciones generales) llegó el alarde de dantzaris de Biarritz en 1967. Argia se presentó con una coreografía de la ezpata dantza de Berriz, un baile de cintas y la sagar dantza de Arizkun con cuatro bailarines ataviados con sus cónicos ttuntturros de papeles de seda. El encuentro se produjo en el estadio de Aguilera, y para aquel incipiente trabajo fue todo un acontecimiento. Salvo unas cuantas personas iniciadas, nadie más entre las miles que llenaban el estadio sabía que en origen la sagar dantza era un baile de muchachos que se bailaba con aquella indumentaria. Por otra parte en la exhibición conjunta de danzas del Duranguesado, Argia fue el único grupo que aquel día bailó en estilo puramente vizcaino (la variante de Berriz), y con la indumentaria de los ezpatadantzaris de comienzo del siglo XX: camisa con cuello de tirilla y manga larga abotonada en la muñeca, chaleco oscuro con sus «siemprevivas» en la solapa, las zapas de cascabeles duplicadas de las de Berriz, sables de caballería, más las correspondientes makillas en su forma y medida iguales a las originales. Todo ello recuperado gracias a la ayuda de Alejandro Aldekoa y los dantzaris del barrio de san Lorenzo. El resto de grupos presentes en Aguilera bailó con el estilo estandarizado que Eusko Gaztedi (la Juventud Vasca del PNV) había difundido en los años anteriores a la guerra. Durante diez intensos años, de 1967 a 1977, el trabajo desarrollado fue agotador. La contribución recoge una extensa nómina de grupos que de manera directa (y por cualquier circunstancia), recibieron asesoramiento y ayuda de Argia. Incluso (y desde el primer momento) las dos compañías profesionales más representativas, herederas de Eresoinka y la tradición de preguerra. Más allá de esto y de manera subsidiaria (de unos grupos que se enseñan a otros) esa influencia ha tenido una incuestionable repercusión sobre los grupos de nuestro Zazpiak Bat, incluidos los que existen en la diáspora.

Evolución de los grupos

Nos hemos extendido en el detalle de este primer momento de Argia en el estadio de Aguilera de Biarritz, porque esa presencia marca un antes y un después en la evolución de los grupos de danzas tradicionales vascas. A partir de ahí se desató una intensísima actividad. Los grupos comenzaron a cambiar sus estilos, a veces no sin resistencia, y a mirar a lo autóctono con una atención tan intensa que desequilibraron la balanza por el otro extremo, cayendo en un ruralismo negador de todo lo anterior. Pero ese tampoco era el objetivo marcado como meta final. Se trataba de un paso necesario para restaurar todas las formas perdidas, de modo que se pudiera avanzar desde posiciones más asentadas. Porque debemos decir que, por nuestra parte, cualquier planteamiento ha estado siempre de acuerdo con la creación y la elaboración de nuevas maneras de presentar las danzas en la escena, incluso de fisión entre nuestras formas preclásicas de danza y los modelos más evolucionados de la creación contemporánea, pero no de cualquier manera. Pues si exigimos ser respetuosos con las fuentes tradicionales, no menos respetuosos y exigentes debemos ser con las escuelas que dan vida a la danza contemporánea. En el caso de la danza tradicional, la intervención podía llegar a tener planos muy diversos. En primer lugar estaba lo autóctono, que en el plan propuesto por nosotros, debía ser conservado mediante periódicas revisiones del modo o manera en que evolucionara su estilo, y, si fuere necesario, cuidando también la manera en que se deberían incorporar los nuevos hallazgos que la investigación aportara en el propio medio. Aunque no nos podemos extender en el recuerdo de lo que entonces fueron nuestras reflexiones, sí podemos decir lo que entonces ya veíamos: que una parte del folclore autóctono puede ser ampliamente socializado, mientras que otros numerosos géneros de danza no ofrecen la misma posibilidad. En nuestro proyecto, el espectro de los grupos de folclore situados fuera de la autoctonía merecía siempre una especial consideración. Aunque este no es lugar para extendernos sobre las ideas de aquellos días, no creemos que estaba bien definido el modelo de grupo con el que se debería trabajar y, en consecuencia, tampoco lo estaban las funciones a cumplir y desarrollar como asociaciones aficionadas al estudio, conservación y guarda del folclore. No sabemos si todo esto ha cambiado mucho después de estos casi cuarenta años, pero en lo que percibimos no vemos que se hayan dado variaciones sustanciales. Los grupos se dedican a bailar, pero sin estar socialmente integrados en una estrategia global que de sentido y posibilidades reales a tanto trabajo como el que llevan a cabo.

Investigación folclórica, archivos y trabajo de campo

Pero la idea que ocupaba nuestro pensamiento iba tras la formación de grupos y programas representativos que elevaran el prestigio social de la danza, asentando las bases de una nueva recuperación. Para ello, y con una generosidad deudora de mejor pago, se transfirió la totalidad de lo que era Argia (y en algunos casos también lo que todavía no era), sus programas de danza, indumentaria, instrumentos, partituras musicales y formas orquestales, a algunos grupos que en poco tiempo pudieron despegar de la precariedad de donde venían. En nuestra ingenuidad, creíamos que ello haría posible una colaboración sostenida en el esfuerzo común por llegar a tener un mayor reconocimiento, ni que decir tiene que en absoluto acertamos. A partir de ahí se prepararon trabajos monográficos buscando un acumulación incorporadora de vastos repertorios dancísticos, musicales, instrumentales y de indumentaria. Sobre los primeros programas de los años 1967 1969, en los que se incluye todo el trabajo de campo de aquellos años: las danzas de Oñate (aprendidas en 1966); ingurutxo de Iribas, con la recreación de la esku dantza de Imotz; danzas de Lesaka; la ezpata dantza de Berriz ya citada; soka dantza de Ituren, danzas de Otxagabia; ttun ttun de Erronkari, así como una danza cantada de muchachas de Jaurrieta titulada Axuri beltza. Esta coreografía marca un primer punto de inflexión mediante el cual quisimos demostrar lo que se debe entender por creación dentro del folclore, tanto coreográfica como musical, respetuosa siempre con el fondo y la forma. Por primera vez se recrea una forma orquestal de acordeón y xirula, más las voces de las muchachas. En las presentaciones de estos programas la generosa ayuda de la prensa y la radio fue en muchos casos decisiva. Es de justicia traer aquí los nombres de Javier de Aranburu, Puri San Martín, José Berruezo, Fernando Pérez Ollo, Mendaur, Miguel Angel Astiz, también Marcel Etchehandy que siempre ha tenido en alta estima nuestro trabajo. La capacidad crítica de todos ellos ha sido muy importante a la hora de recrear nuevas maneras de entender las danzas tradicionales y el folclore. A partir de 1970 comienza una nueva época que durará hasta 1978.

En Navarra

En 1970 se estrena el primer programa monográfico dedicado al folclore de Nabarra, con la soka dantza de Ituren, el ingurutxo de Iribas, la danza de muchachas de Jaurrieta y las danzas de Otxagabia. La intención de comenzar con una recuperación exhaustiva del folclore de Nabarra, era para nosotros una decisión estratégica. Frente a los planteamientos globalizadores de preguerra, poco sensibles a las múltiples realidades culturales vascas, este primer programa monográfico puso en el centro del planetario vasco una riqueza folclórica que era insospechado pudiera existir. El gran público no conocía las magníficas choreas bajo navarras, ni la plenitud de sus trajes, ni el vigoroso color de sus músicas. El eco de aquel programa, que fue dado en Iruña, Donostia y Bilbao, duró años, por la presencia de Oteiza, Pelay Orozco, Javier Aranburu, Santiago Aizarna y Aingeru Irigarai. Las danzas bajo navarras las aprendimos mi mujer Marian y yo con Faustin Bentaberri de Huarte Garazi en el Otoño Invierno de 1969. Las formas orquestales bajo navarras fueron reproducidas por Marian en sus ritmos y cadencias con absoluta fidelidad, de tal modo, que el test que puso a prueba la solidez del modelo se dio en la localidad bajo navarra de Larzabale, al incorporarse a la danza todos los hombres del pueblo que llevaban años sin bailar con la música adecuada.

DISCOGRAFÍA Y MODELOS ORQUESTALES. Hablando de música, es necesario recordar las distintas formas orquestales que Argia ha preparado para sus espectáculos, además de su presentación en un par de discos emblemáticos. En el primero, editado en Herri Gogoa, se grabó (entre otras melodías) el ingurutxo de Iribas, las danzas de Otxagabia con dos clarinetes y la esku dantza de Imotz. Pero de todo lo grabado quisiéramos destacar la versión cantada de Axuri beltza, la danza de muchachas de Jaurrieta. El éxito fue tan sorprendente que las versiones se han venido sucediendo una sobre otra hasta llegar fácilmente a la docena (lo que recoge a un buen numero de cantantes y grupos). Otro disco grabado en Iruña para la casa Philips, marca un hito en la musicografía tradicional del momento con una colección de jauzis bajonavarros aprendidos con Faustin Bentaberri de Huarte Garazi. Las formas orquestales preparadas para ese disco, y las que posteriormente se montaron para el programa dedicado a Zuberoa, han servido de prototipo a grupos de danza y fanfarres que han estado en el centro de la renovación y animación musical de fiestas populares de todo signo (incluidas, y de manera importante, las de san Fermín). En setiembre de este mismo año se celebró en Donostia un Congreso Internacional de Folclore que dejó en evidencia nuestra precaria situación. Para este Congreso, Argia montó en el Museo de San Telmo la sala de trajes tradicionales, la cual estuvo abierta durante varios años.

En Gipuzkoa

En el año 1972 se prepara un segundo programa monográfico dedicado en este caso a las danzas de Gipuzkoa. En este nuevo programa, además de recuperar una amplísima indumentaria compuesta por pantalones «acuchillados», sombreros y pañuelos en la cabeza para los muchachos, más indumentarias usuales entre las mujeres del siglo XIX tomadas de los fondos documentales del Museo de San Telmo (grabados de Cocker y Valeriano Becquer entre otros), también se obtuvo una importante información sobre tocados corniformes de los siglos XV XVI, facilitada por el propio director Gonzalo Manso de Zuñiga. De aquel tiempo nació una amistad con Karmele Goñi de quien no recibimos otra cosa que inteligentes observaciones y consejos. Para este programa se llevó a cabo una reconstrucción de los trajes propios de las danzas ceremoniales del siglo XVIII, en color blanco el pañuelo de la cabeza, calzón, camisa, medias y alpargatas más el chaleco de paño rojo y espalda de lino blanco que en el día de hoy llevan la mayoría de los grupos de danza. La ezpata dantza estrenada ese día, con el arco o pabellón de espadas propio de las procesiones de Corpus Christi se hizo con un bloque de 25 dantzaris; veinte con espadas largas en cuatro filas de cinco bailarines por fila; cuatro dantzaris con espadas cortas más un buruzagi o capitán. Ese mismo arco con dos filas de dantzaris, se había presentado cuatro años antes, en 1968, en el Festival Internacional de Middlesbrough, donde se ganó el Primer Premio Internacional de Danza. Esa figura de la ezpata dantza estaba absolutamente olvidada en la tradición general de la danza guipuzcoana y en la particular de la familia Pujana, por lo que no es justo reclamarla en abstracto, como si jamás se hubiera perdido, dejando de citar la recuperación llevada a cabo con nuestro trabajo. Por otra parte, y también por primera vez en decenas y decenas de años, un grupo ceremonial de doce dantzaris más el buruzagi con su pequeño cetro de «tambor mayor», bailaron completas las evoluciones de la Brokel dantza. Detalles de la Brokel dantza, de la posición del buruzagi o capitán dentro del grupo nos fueron facilitadas por Simón Setién, un antiguo dantzari de Añorga y discípulo de José Lorenzo Pujana. Igualmente, y cumpliendo con un cariñoso desafío que un año antes me planteó Jesús Elosegi sobre la necesidad de mirar a fondo las soñu zaharras de Iztueta, este programa las puso sobre la escena en su homenaje, del mismo modo que en el festival dedicado a las danzas bajo navarras nuestro pensamiento estaba siempre con la imagen del Dr. Aingeru Irigarai, el cual venía al Museo de San Telmo y tomando una silla, asistía en muchas ocasiones a los ensayos del grupo. En ese mismo programa, además de la dantza soka tradicional, estudiada en Iztueta y Gascue, se reconstruyeron por primera vez las formas de neskatxena y galaiena esku dantza y quince soñu zaharras diferentes, algunas cantadas, para ser bailadas por otros tantos solistas. En este estreno también estuvieron las danzas del Carnaval de Lizartza que habían sido aprendidas en la localidad.

En Lapurdi

En el año 1974 se puso sobre el escenario un nuevo programa que entre otras danzas, recogía el baile de la Era, aprendido de nuestro querido amigo Maxi Aranburu, las danzas de Urdiain, tanto el género de las cantadas, Pazkuetan o san Juanen kantaita como la giza dantza, el ingurutxo de Leitza, el trapatán de Doneztebe, más el Carnaval de Lapurdi (tomado en Uztaritze, Makea y otras localidades labortanas). Este Carnaval, que estaba prácticamente desaparecido, fue aprendido en sus dispersas piezas y restaurado en el orden de sus personajes y danzas incorporando al mismo zapatain dantza, la soka dantza de Makea, dos formas de contradanza y jauzis como Milafrangarrak y su segida, Katalina. Además de contar con la colaboración de la juventud de Uztaritze, también fuímos aconsejados por el académico Louis Dassance, con quien mantuvimos dos entrevistas. Una vez realizado el estreno en el Teatro Victoria Eugenia (y aunque casi no se suele airear), fue precisamente este modelo de Carnaval (enseñado generosamente a Begiraleak y otros grupos), el que ha permitido que Lapurdi pudiera tener unos materiales bien trabados para la presentación escénica de sus bellas e interesantes tradiciones coreográficas.

En Zuberoa

La época más intensa de trabajo de campo se cierra en 1978 con la presentación de un programa completo dedicado a las tradiciones de Zuberoa. Las fuentes documentales sobre indumentaria e instrumentos musicales tuvieron como centro los museos Vasco de Bayona, Museo de Pau y Museo Castillo de Lourdes, más la ayuda, nunca suficientemente reconocida, que nos prestó la familia de Marcel Gastellu Etchegorry de Tarbes. Esta familia de origen vasco y cultura vasco bearnesa, fue un apoyo en la información sobre la tradición pirenaica en general, sobre la construcción de los branles, el sentido de los jautzis, las formas orquestales y los fondos de indumentaria tradicional originales que conservaban como legado familiar. Durante varios años, recorrimos Zuberoa asistiendo a docenas de mascaradas que recogimos con una pequeña grabadora (en un año, que puede ser 1977 contabilizamos diecinueve). Aprendimos sus cantos en la forma dialectal original, los textos de los personajes de las mascaradas en las lenguas habituales, así como los estilos de danza con los jóvenes de Urdiñarbe, y con los músicos, cantantes y pastoraliers Jean Michel Bedaxagar, Gath Arahne y Etxahun de Iruri. Con este último aprendimos varios jautzis emblemáticos como Moneindarrak, entre otros, más formas de branle y contradanzas que en aquellos años habían recuperado los jóvenes suletinos.

Trabajos de recogida y difusión

Otros muchos materiales fueron objeto de atención en las numerosas salidas de trabajo de campo: como la axeri dantza de Aduna (tomada en el año 1967 a Iñaki Aizpurua txistulari de Andoain con la inestimable ayuda de nuestro querido amigo Vicente de Olano), ingurutxos de Areso, de Betelu, de Bedaio, de Azkarate (ayudados por Jesús Elosegi), de Gorriti, de Iraizoz, danza juego e ingurutxo de Orbaitzeta, zozo dantza de Arrarás e Igoa, soka dantza de Arantza, ttun ttun de Erronkari recogido en enero de 1969 de Ricarda Pérez y Leónidas Mayo de Uztarroz y Justa Labayru de Isaba, zagi dantza de Goizueta, Arano y Aizarnazabal. También se tomaron noticias sobre los carnavales de Urdiain, Altsatsu, Orbaitzeta, ingurutxo de Auritz, etc. (algunas de estas danzas fueron enseñadas a distintos grupos de folclore). A todo lo cual se deben añadir trabajos en archivos municipales, parroquiales, diocesanos y provinciales, conferencias y cursos, elaboración y entrega de cuestionarios que han servido para la recogida de datos en la sección de folclore de Eusko Ikaskuntza, programas de radio, de televisión, filmaciones en video, exposiciones para la divulgación de los instrumentos y trajes tradicionales, dirección de los «Encuentros Internacionales de Folclore» de Portugalete organizados por el grupo Elai Alai, etc. Libros como Dantzak. Notas sobre las danzas tradicionales de los vascos, Bilbao 1978; Música Militar en el País Vasco. El problema del zortziko. Pamiela, Iruña 1989; Bailar el Caos. La danza de la Osa y el soldado cojo. Pamiela, Iruña, 1994. Alardeak, Diputación Foral de Gipuzkoa, Donostia, 1995. *Los bailes de espadas y sus símbolos. Ciénagas, insectos y «moros». Pamiela, Iruña, 2000. Discos con tres cajas de la colección Euskal herriko Folklorea*, dedicadas a la comarca guipuzcoana de Beterri, a la tradición folclórica de Hondarribia y a la música de tradición militar. Junto a ellos dos CD, uno dedicado al violín tradicional en un trabajo realizado por Mikel Urbeltz y otro con cantos y danzas suletinos del repertorio de Jean Michel Bedaxagar.

Últimas realizaciones

Toda esta acumulación ha hecho posible que a partir de 1987 se inicie una nueva etapa creativa con proyectos especiales para el escenario que se inician con Irradaka, para seguir con Zortziko, Muriska, Alakiketan y Kondharian hasta llegar al día de hoy. Estos programas han sido presentados en la programación de la Quincena Musical de San Sebastián, Festivales de Navarra en Olite, Festival Temps d’Aimer de Biarritz, Festival Internacional de la Danza de La Habana, presentación en Paris en el Theatre des Champs Elisées, presentación en el Teatro Arriaga de Bilbao, en el Palacio de Congresos de Madrid, en el Teatro Victoria Eugenia de Donostia, etc. En el momento actual, nuevas propuestas de formación y creación son regularmente entregados a la consideración general a través del proyecto Ikerfolk que ha contado con la ayuda del Departamento de Cultura de la Diputación Foral de Gipuzkoa. De Ikerfolk han salido programas como Atondu, de divulgación y puesta en uso de la indumentaria tradicional. Por más que frecuentemente se olvide, y desde su presentación, Atondu (dirigido por Ane Albisu) han sido la espoleta que ha disparado un renovado interés por los trajes tradicionales dentro del mundo de los concursos de baile al suelto. Pero junto a Atondu, programas como la figura del «Maestro de Danza», ofrecen el soporte básico de una enseñanza reglada para la danza tradicional, por medio de metodologías que hace solo unas décadas eran impensables en el entorno cultural de entonces. El trabajo de Iñaki Arregi, Fernando Aristizabal, Jexux Larrea y Marian Arregi ha preparado los cuadernos Jira Galdua, el primero dedicado a la tradición guipuzcoana y la «Tabla gimnástico coreográfica», mientras que el segundo se centra en la tradición suletina y sus Points de principe. Modestamente debemos decir que estos programas son los intentos más serios que han tenido lugar en este País para socializar la calidad en la enseñanza de la danza tradicional que se practica en los grupos de folclore. Unas aportaciones en las que teoría y práctica conforman un todo destinado a dar forma a las exigencias académicas que plantea la danza tradicional. A partir de este momento, y desde Ikerfolk, los grupos de danza tienen la posibilidad de trabajar de manera ordenada con las técnicas más difíciles de la danza vasca, las que corresponden a las formas preclásicas guipuzcoanas y suletinas. Además de la elaboración de estos materiales, desde Ikerfolk se han puesto en marcha otros programas destinados a socializar la danza tradicional. A través del titulado Dantza Ganbara, se busca recuperar viejas tradiciones coreográficas propias de la fiesta y disfrutarlas en ambientes urbanos. La experiencia se inicia en el Kafe Antzokia de Bilbao y ha supuesto un precedente esperanzador. Mientras que bajo el que conocemos con el título de «Soka dantza, Protocolo Coreográfico de las Alcaldías de Gipuzkoa» promueve la recuperación de esa importante tradición entre los Ayuntamientos de la Provincia. Además, y de cara a conocer otras tradiciones, un completo programa de folclore se ha dado en cursillos sobre danzas de Grecia, Bulgaria, de la tradición yiddisch, danzas de inspiración militar de Escocia y Francia, danzas de Pirineos, de Baztan, etc.

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