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La ezpatadantza guipuzcoana

Egilea
Anton Arbulu Ormaechea
Komunikabidea
Diario Vasco
Mota
Iritzia
Data
2008/10/02
En Beasain, Deba, Eibar, Legazpi y Zumarraga, pero también en Tolosa con alabarda en vez de espada, se bailan aún ezpatadan-tzas en distintas fechas del año. Juan Ignacio Iztueta recordaba que en los años de su juventud (último cuarto del siglo XVIII) en Gipuzkoa dicho baile era común a muchos pueblos con motivo de las fiestas del Corpus y patronales. Y añadía el de Zaldibia: «Esta danza ha sido siempre tenida en mucha estima por los guipuzcoanos, y con ella han obsequiado en todo tiempo tanto a los señores representantes del pueblo como a los reyes y personajes ilustres de España que han venido a nuestra tierra».
También las grandes ceremonias religiosas en el interior de las iglesias se embellecerían con esa coreografía, hasta que las autoridades religiosas decidieron depurar la liturgia de elementos no doctrinales y sacaron las manifestaciones folklóricas populares de los templos. Lo peculiar es que en Zumarraga se sorteó esta prohibición y la danza de espadas siguió bailándose sin interrupción hasta nuestros días en la parroquia vieja el 2 de julio y en la nueva el 15 de agosto. Puede que en esta excepción influyera el hecho de que el primitivo lugar de su celebración, La Antigua, era una simple ermita de montaña... bueno, simple pero no tanto tratándose de la catedral de las ermitas, como la llamó José Mª Donosty.
Lo que está fuera de toda duda es que la ezpatadantza es la más arcaica de nuestras danzas ritual-tradicionales. Si su origen se pierde en las brumas de la Edad Media, más impreciso es aún su significado. El propio Iztueta la interpretaba, de manera algo romántica, como vestigio de la respuesta que los guipuzcoanos daban a los invasores, «bailando alegres al son del atabal y tamboril, y acosando a los malvados hasta expulsarlos rápidamente de su territorio». Para el tolosarra Gorosabel es «la ofrenda anticipada que los guerreros hacían a la Virgen antes de sus expediciones militares, o bien una acción de gracias por esas mismas guerras después de sus victorias». Precisando aún más, hay quien ha señalado la batalla de Beotibar como punto de partida de dicha tradición, batalla a la que acudieron cientos de mozos guipuzcoanos a combatir contra los navarros.
Otra corriente de folkloristas vio en la ezpatadantza un ancestral rito de las comunidades agrícolas, que de esta manera acompañaban el nacimiento y muerte del vegetal en determinadas estaciones del ciclo de siembra y cosecha. Y Julio Caro Baroja puso el acento en el dato objetivo de que las danzas vascas suponían el «máximo honor que podía conferirse a un muerto», lectura de la que se desprende que la ezpatadantza bien pudiera derivar de las honras fúnebres dedicadas a las más altas dignidades de nuestras comunidades.
Pero, cualquiera que sea la interpretación que de ellas se haga, parece evidente que las danzas de espadas guipuzcoanas son una estilizada modalidad ritual a través de la cual se restauraba el equilibrio de la comunidad. Un símbolo de guerra para construir la paz; un símbolo de vida para exorcizar la muerte.
Hoy vivimos en una sociedad donde lo simbólico ha perdido buena parte de su eficacia. Pero no por eso dejamos de admirar e incluso de experimentar una particular vibración en los sentidos ante algunas manifestaciones del alma tradicional, como ocurre con estos bailes de filo. Sensación que se mezcla con el íntimo deseo de que la violencia de hoy sea pronto nada más que una página en los libros de Historia y quizá también un símbolo en la expresión artística de nuestro pueblo.

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