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Gigantes de Pamplona

Juan A. Urbeltz

La actual imaginería del gigante (tan celebrada en nuestras fiestas populares) es heredera (más o menos directa) del grotesco teatro cómico popular medieval y renacentista, y de las fiestas cortesanas y ballets del período barroco. A ello hay que añadir, procedente del ámbito festivo católico, la fiesta de Corpus Christi, establecida en 1263 por el Papa Urbano IV en la bula Transiturus hoc mundo. En esta gran fiesta católica, el cuerpo de Cristo (sol invictus como lo sugiere la forma de la Custodia) es paseado por las calles de ciudades y pueblos cubiertas de hierbas y flores aromáticas traídas de las vegas y orillas fluviales. También ha sido costumbre adornar los balcones de las casas con colchas adamascadas, además de levantar altares en lugares socialmente relevantes. La parte más festiva del día eran los desfiles de gremios y cofradías acompañando a la procesión con estandartes y banderas, milicias forales y vecinos armados con arcabuces, cabalgatas con monstruosas tarascas y marionetas además de la figura de San Miguel, gigantes, enanos, caballitos de cartón, danzantes de espadas y palos, escudos, cintas, etc. Históricamente, la distribución de estas tradiciones es muy variada.

      Para ilustrar el alto sentido ceremonial que tenían las procesiones de Corpus Christi con presencia de gigantes, veamos unas notas tomadas de la visita a San Sebastián de Felipe IV, con motivo de la boda de su hija la infanta María Teresa de Austria con el rey de Francia Luis XIV. El miércoles, 26 de mayo de 1659, víspera de Corpus-Christi, el Abate de Montreuil escribió a la señorita de Hautefort una carta en la que le informaba de lo que había visto ese día en San Sebastián:  

            El miércoles veintiséis de mayo salí  a las tres de la tarde (de San Juan de Luz) para ir una vez más a dormir a San Sebastián (...). Cuando llegué al balcón que mi patrona me guardaba, vi pasar unos cien hombres vestidos de blanco, bailando con espadas y con cascabeles en las piernas, teniendo cada punta de espada puesta en la mano izquierda de su compañero. Están despuntadas expresamente para este caso. Después de esto, bailan cincuenta muchachos con panderetas, y aquellos y éstos con caretas de papel y pergamino o con toallas que se traslucían. Enseguida marchaban siete figuras de reyes moros, cada uno con su mujer detrás, y un San Cristóbal, todos a la altura de dos pisos, de modo que, se veían cabezas tan grandes como un tonel que iban al par de los techos. Parecía que veinte hombres no hubieran podido llevar tal peso y, sin embargo, dos o tres hombres escondidos dentro lo hacían bailar. Son de acebo y de tela pintada, pero tan extrañamente que asustan. Diez o doce pequeños y grandes artefactos (machines) seguían llenos de marionetas. Entre otros noté un dragón tan grande como una ballena en cuya espalda saltaban dos hombres con posturas y contorsiones tan extravagantes que parecían endemoniados  

      Al día siguiente, 27 de mayo y festividad de Corpus-Christi, el cronista oficial del viaje de Felipe IV, Leonardo del Castillo,1 escribe de manera escueta haber presenciado un baile de espadas bailado por cien hombres, de manera que la ceremonia que vio el abad de Montreuil debió de corresponder al ensayo preparatorio de la víspera. Todo el atrezzo procesional es el clásico de la época: gigantes bajo figuras de «reyes moros», el clásico dragón o tarasca y los bailarines de espadas con la cara cubierta con una máscara.

     Como figura central y protocolaria de nuestras fiestas, el simbolismo del gigante es enormemente atractivo. En la mitología griega los gigantes son oriundos del interior de la tierra, naciendo de la sangre que Urano derrama sobre Gea, la Tierra. Etimológicamente, la voz griega «gigantes», Gigantes, equivale a ‘nacidos de la tierra’. Según la mitología homérica los «gigantes» son, junto a otras familias de colosos como los cíclopes de un solo ojo o los lestrigones comedores de carne humana, una de las razas autóctonas. Por eso, cuando son representados en figura de «moro», como es el caso de la tradición donostiarra, están  dando una respuesta exacta a su mito de origen. Su tez «oscura» la deben al interior de la tierra de donde proceden. Luego tenemos los «cabezudos» o «enanos», que en algunas tradiciones, como es el caso de Navarra y otros lugares peninsulares, son inseparables de los gigantes. En su modelado más representativo, gigantes y enanos o cabezudos vienen a ser lo mismo. El gigante no es sino el enano a otra escala.

     Como imagen simbólica del hambre, el gigante representa lo insaciable. Todo él es tripa, desde la raíz del pelo hasta la uña del pie, una tripa como la del Gargantúa de François Rabelais, imposible de llenar. Una de las apariciones festivas más celebradas en Navarra es la del gigante del Carnaval de Lantz. En este conocido drama rural y como figuración del hambre, el gigantesco espantapájaros de brazos abiertos es paseado en medio de la «locura», que no otra cosa representa la turba de txatxos que lo rodea. Por lo demás, y para completar la idea del hambre, el zaldiko o ‘caballito’ es, desde los textos sagrados del Antiguo Testamento y el Apocalipsis de San Juan, un símbolo calamitoso de la plaga de langosta. Y ya se sabe que la plaga de langosta es una maldición apocalíptica, una tormenta biológica capaz de oscurecer el sol, cuya consecuencia más terrible es el hambre. El drama rural de Lantz termina con la captura y ajusticiamiento del legendario «bandido», lo que equivale a decir que la amenaza de hambruna que ha recorrido las calles de la aldea ha sido controlada.

     Continuando en Navarra, una bellísima fiesta en la que los gigantes, kilikis o «cabezudos», caballitos de cartón o zaldiko-maldikos y demás parafernalia de cartón-piedra desfila con brillo propio es el cortejo que en la mañana del 7 de julio pasea al Santo por algunas calles de la vieja Iruña. En esta procesión, la efigie de San Fermín (acompañada por la Corporación Municipal y el pueblo de Pamplona) es sacada de su lugar habitual en la iglesia parroquial de San Lorenzo y trasladada a la Catedral, de donde volverá en la Octava del Santo.

     El orden de significados reunidos en esta celebración ofrece una importante información histórico-etnográfica. Para empezar, la procesión en sí misma es «fundante». Quiere esto decir que cada año y en este día, la ciudad de Pamplona vuelve a su sobrentendido Origen, al momento en que fue fundada después de haber vencido a los monstruos fluviales que pululan por la vega del río Arga y otras potencias que la acosaban. Nadie piense aquí en algún tipo de quimera como una tarasca o cosa similar, se trata de una simple victoria sobre la orilla del río y el monstruo que, en la cultura tradicional de la antigua Vasconia la enseñoreaba: el basajaun u ‘hombre salvaje’, un preclaro hijo de la asustadiza fantasía de nuestros antepasados. Como celebración de tal victoria, la parte alta de la fachada del Ayuntamiento recoge la figura de dos basajaunas, que con sus enormes y bastas estacas sobre el hombro, dan escolta a la trompeta de la Fama.

     En la Plaza del Ayuntamiento, cuya parte posterior se sitúa encima mismo del río, se incorpora la Corporación Municipal en ‘cuerpo de Ciudad’, acompañada en el protocolo por los maceros municipales, con maza de plata, peluca y traje de gala, y el grupo de dantzaris. Los atributos significantes que adornan al grupo de munícipes se revelan articulados, sin que sepamos cómo, sobre modelos venidos del lejano Neolítico. El conjunto viene a decir al pueblo de Pamplona cómo está la situación. La primera autoridad municipal lleva en la mano la vara simbólica de su alta dignidad que es, doblemente, vara de la Justicia y vara de medir las transacciones mercantiles. Como emblema de su pertenencia al Consistorio, los concejales llevan en una mano el llamado «junquillo», un fino y flexible junco con el que forman un pequeño aro. El junco aquí, como atributo de poder municipal, más los maceros que acompañan a las autoridades (que son imagen y representación de los citados basajaunas u ‘hombres salvajes’) dicen al pueblo que el proceso civilizador sobre la orilla fluvial se ha completado. Los juncos de la margen del río, secos y cortados, están en las manos de los ediles, en tanto que los ‘hombres salvajes’ están tan «domesticados» que desfilan junto al Consistorio como protección armada.

     Los dantzaris son una parte muy importante en estas celebraciones «fundantes». Si bailaran makil-dantzas o ‘danzas de palos’ en distintas partes del recorrido procesional, estarían dando vida a los combates ceremoniales que, in illo tempore, era obligado bailar al objeto de dominar el Mal alejándolo. En tales contextos ecológicos y climáticos, el Mal al que nos venimos refiriendo trae, vía mosquitos y tábanos, peligrosísimos contagios que históricamente han causado terror en las poblaciones que las han padecido.

     Y hablando de estas calamidades, el protocolo de la procesión del día de San Fermín lo cierran la bandera de la ciudad y el bulto del Santo. La bandera es una bellísima conjunción de esoterismo islámico y cristiano. Verde en su tela, el color del Profeta, el abismo o centro de la bandera recoge la corona de espinas rodeando las cinco llagas, entendiendo el conjunto como el más genuino símbolo de la pasión y muerte de Cristo en la cruz. En Pamplona, este dramático emblema cristiano es renovado cada año la tarde de Jueves Santo, mediante un voto perpetuo que se remonta a 1599, cuando por intercesión milagrosa de esta figuración sagrada, la Ciudad fue liberada de una espantosa epidemia.

     En cuanto al Santo, y dejando de lado los aspectos hagiográficos de su vida apostólica, lo destacable en él, desde un punto de vista puramente esotérico es el color moreno de la cara. Este color delata un existir simbólico originado en el interior de la tierra. Por ese color oscuro, San Fermín es equiparable al mairu o «moro» de las tradiciones folclóricas europeas. Ese «moro» folclórico en todo es anterior al Islam, es el Otro, con un origen mítico explicado por San Isidoro (c. 580-636) en Las Etimologías. Pero el poderío del devenir histórico unido a la lejanía de la metáfora ha obstruido el libre fluir de ésta, por lo que el folclore ha tenido que identificarlo con el moro histórico, haciendo indistinguibles el uno del otro. San Fermín pertenece al arquetipo de las «cabezas negras», de aquello que los especialistas en Historia Antigua denominan la «primera humanidad». Una primera humanidad a la que atribuyen, desde Mesopotamia hasta China, la fundación de pueblos, imperios y civilizaciones, y que nace a la Historia con los cambios a que da lugar el período Neolítico en su instante más auroral. 

     Juan A. Urbeltz

     Donostia, 25.III.2010

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